Opinión
El congojas
Cuando obtuvo su candidatura más de setenta escaños, era el Coletas. Cuando descendió a cincuenta sillones, era el Navatas. Con sus peores resultados, menos de cuarenta escaños, es vicepresidente del Gobierno de España. Y su nueva denominación es el Congojas. Se ha puesto a llorar. La gente educada no solloza, zollipea o gimotea por una emoción anunciada, nada sorpresiva. La emoción callada es la que sentimos todos los españoles ajenos a la cáscara amarga cuando oímos nuestro Himno en homenaje a la victoria de un buen compatriota. Emoción de lágrimas, no de jipidos. Las de Nadal, Laura Nichols, Garbiñe, Ruth Beitia, Felipe Reyes o Sergio Llull. La emoción callada, sólo mojada de lágrimas cuando asistimos a la izada o la arriada de nuestra Bandera en cualquier unidad castrense. Pero esa perra que se ha cogido Iglesias por haber consumado una trampa monumental y esperada, es además de una ordinariez, un asquito de berrinche. Iglesias ríe mal y llora peor. El gran Edgar Neville, en ocasiones tan parcial, agudo y atrabiliario, dijo que la gente ordinaria llora por cualquier cosa, motivo o razón. –Que el niño está malo-, y lloran. –Que el niño está bien-, y lloran más. El gran político de la Restauración, don Francisco Silvela, también estupendo escritor y el más incisivo de los parlamentarios de sus tiempos, ante una emoción mal llevada, pareja a la de Iglesias, afirmó «que un político que llora en público, produce mucha risa». Y el cínico César González Ruano, ante el llanto de su amigo Rafael de Penagos por un asunto menor, lo tomó del brazo, lo separó de la gente, y con su voz timbrada y pedantuela lo amonestó: -Rafael, Rafaelito, llorar en público no es de colegio de pago, y tú estudiaste en el Pilar».
Inolvidable escena de telenovela mexicana. El protagonista, chulo con «foulard» al cuello y más cursi que un repollo, telefonea a su novia para anunciarle que quiere romper su compromiso matrimonial. Ella, sulfurada, le recrimina que una decisión tan importante y dolorosa, hay que comunicarla cara a cara y no por vía telefónica. Ella está destrozada. Se citan en un café, y el galán llega tarde. Se disculpa. -Perdona el retraso, ¿has esperado mucho?-; - No mucho, Jesús Alberto. Tan sólo un par de sollozos-.
La emoción en los ojos es incontrolable, sana y de muy buen sentir. El llanto en público llevado por la emoción después de haber cometido una gamberrada, es de muy baja estofa. «De tan baja estofa/ que hasta con la vil Gallofa/ tuvo lances y escarceos», como se recita en La Venganza de Don Mendo. Ese llanto de Iglesias, posteriormente compartido con la ministra Irene Montero, que se lo ha ganado todo por sus méritos en la vida y en la soledad sin ayudas, es un llanto de victoria parcial en «Master Chef» o «Gran Hermano». Un zollipo muy vulgar y cutre. Quien no sabe controlar el llanto, tampoco domina sus necesidades fisiológicas. Sería terrible que en una comida oficial o una cena de gala, nuestro vicepresidente Iglesias, después de llorar un poco, se dirija a la mujer del vicepresidente visitante, o a la propia vicepresidenta, de esta guisa: -Un momento, que voy al «váter» a hacer de vientre-. Porque este hombre es de «váter», o al menos, lo aparenta. Y de vientre.
Así como en hechos nos debemos disponer al susto diario y la barbaridad cotidiana –Iglesias será un co-presidente independiente de La Moncloa– en detalles sociales y resbalones protocolarios lo vamos a pasar muy bien con estos burros. Algo así como la expresión del dictador Trujillo cuando le preguntó Matías Prats qué le había parecido el Palacio Real de Madrid. –Muy lindo y vistoso, la leche. Qué jodido mamón el que lo mandó construir tan hermosón-.
Porque esta gente, son además de vulgares, muy cursis. Y espero no molestarlos, porque se me ponen a llorar y los que tenemos que llorar somos nosotros, no ellos. Pero nos controlamos.
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