Opinión
Gusanos y gusanas
Tranquilidad. No tengo intención de referirme a ningún componente del nuevo Gobierno de España. Se trata de una nueva corriente gastronómica, que ha brotado en el Madrid Fushion 2020. No lo conozco personalmente, pero me cae simpático Ángel León, el jefe de cocina y propietario del restaurante Aponiente del Puerto de Santa María, establecido en lo que fuera el Molino de Mareas de mi amado Puerto, muerte del Guadalete, que significa el «agua del olvido». Cuando me reencuentro con la luz del Puerto de Santa María, del que soy cuarterón, siempre visito «El Faro», ese gran restaurante que ocupa los terrenos y la casa de veraneo de mi tío abuelo, el doctor don Francisco Muñoz-Seca, ilustre pediatra. Su nieto, Joaquín Solís Muñoz-Seca, que era como uno más de mis hermanos, me contó que le nombraron médico titular de la plaza de toros del Puerto, tan arraigada en el alma de Joselito. Don Francisco era pediatra, y dedicó su vida a sacar adelante las de los niños que nacían en aquella maravilla atlántica, pero no a la cirugía. De tal forma, que contrató a un cirujano pagando sus servicios de su bolsillo por la misma cantidad que percibía como médico de la plaza. Entre otros motivos, porque le causaban gran desazón las heridas sangrantes. El Puerto es siempre un milagro, que así se le dice a la Virgen que se guarda en la Prioral, la Virgen de los Milagros. Pero una cosa es la simpatía y la gracia del Puerto de Santa María que lleva en sus venas Ángel León, y otra muy diferente llevar esa simpatía a comer gusanas. Hasta ahí podíamos llegar.
Gusanas de los barrizales de los fondos portuenses. Para justificar su extravagancia, Ángel León nos recuerda que en Japón se pagan las gusanas a 650 euros el kilo, y que en España las utilizamos para pescar doradas. En efecto, a las doradas y a los japoneses les pirran las gusanas, pero los españoles, gracias a Dios, no somos ni doradas ni japoneses, aunque comprendamos mejor la manera de ser de las doradas que la de los japoneses, tan herméticos, tan raros, tan respetuosos y de tan dudosos gustos. Dice Ángel León, que al ajillo están para chuparse los dedos, y que su sabor recuerda al de las navajas.
Al ajillo todo sabe a ajillo, y no me creo ese cuento. Me divierte, porque el Puerto de Santa María, cuna de mi abuelo Don Pedro, con sus alegrías y tristezas, vive siempre al borde de la genialidad, con Cádiz ahí enfrente, en la tenaza opuesta de la bahía, ciudad del ingenio popular, señorita del mar, novia del aire, según el gran escritor gaditano don José María Pemán. Un jefe de cocina y dueño de un restaurante donde se sirven los platos más extraños del mundo, tiene que estar muy seguro de sí mismo promocionando las gusanas que compran a precio de risa los pescadores para usarlas como cebo. El que se atreva a comer gusanas, merecería que llevaran en su interior un anzuelo y lo pescaran, bien a mano, bien con carrete. También se ha traído a Madrid Ángel León cebollas de mar y miel marina, con lo sencillo que resulta comprar un kilo de cebollas y un tarro de miel de abejas, sean de Liébana, del Bierzo o del noroeste de Guadalajara.
Esta reunión anual de los grandes jefes de cocina en Madrid, resulta extremadamente emocionante. Comparten y entremezclan sus inteligentes trampas para engañar a los comensales tontos, capaces por su esnobismo culinario, de pagar grandes sumas de euros por comer gusanas, miel de mar y huevos de serpiente escalfados en lechos de escarola del huerto de la tía Nekane.
En pocas semanas, iré al Puerto de Santa María y volveré a sentarme, sólo o en compañía, en El Faro. A pocos centenares de metros, los tontos gastronómicos abarrotarán Aponiente para alabar las gusanas al ajillo, mientras Ángel León, con gran esfuerzo, como portuense rebosado de buen humor y talento comercial, aguantará el ataque de risa ante el espectáculo que ha montado con sus dichosas gusanas. Pero de eso se trata. De reirse de los clientes tontos de la Nueva Cocina.
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