Opinión
Groserías cinegéticas
Desde niño soy cazador y aficionado a la caza. Montero español, para más señas. Cada día que pasa disparo peor y pierdo la poca puntería que me dio la naturaleza. Entra en mi puesto un autobús y marro el tiro. Admiro y quiero a muchos grandes cazadores y propietarios de cotos en los que he encontrado a los más avanzados ecologistas. Y a las gentes buenas del campo, rehaleros –Perico Castejón y Diego Gómez Arroyo–, guardas –Emilio Higueras–, postores, secretarios y perreros. Leo todo lo que se edita de literatura venatoria, y veo dos programas de televisión con diferente espíritu. «Caza y Pesca», fundado por Juan Delibes, e «Iberalia», de un señor Llamado Manuel Mateos que invierte las tres cuartas partes de cada reportaje en decir memeces y anunciar hasta su marca de calzoncillos. Paco León, en «Caza y Pesca», presenta con síntesis y buen humor su programa «Montería», y en efecto, se disfruta de las imágenes de una jornada montera. Cuando interviene Mateos en la otra cadena, el programa habría de denominarse «Yo», porque se convierte en un monólogo pesadísimo y al final en una demostración de su gran pericia, que la tiene. Y cada vez que cae una res o un cochino, Mateos se entrega a la carcajada. Y viaja de gorra por todo el mundo haciendo publicidad para seguir sus monólogos. En uno y otro aparecen colaboradores interesantes, que confunden la tradición con el mal gusto. La tradición no siempre es aconsejable, y en esto de las monterías, sobrevive una costumbre tradicional repugnante. La ceremonia de noviazgo a los nuevos monteros. También era tradición lanzar una cabra desde un campanario, y ha dejado de serlo.
Si asisto a una montería con noviazgo, desaparezco. Se forma un juicio, con un fiscal que no tiene gracia, un defensor chusco, y un orgánico que disfruta de la mamarrachada. Días atrás, me llevé una desilusión. Se monteaba en una mancha gestionada y bien llevada por quien es, además, un hombre educado, excesivamente nervioso, buen escritor, administrador de campos y consumado jinete. Un hombre del campo y para el campo. Monteaban dos extranjeros, un francés y un inglés, y se les sometió a la vulgaridad del noviazgo. En un momento dado, el orgánico se acercó por la espalda a los dos novios con el hígado sangrante de un venado y se lo restregó a uno y otro por el rostro. Lo malo es que lo hizo creyéndose gracioso, y lo peor, es que el conjunto de los monteros río la gracia cavernícola. Cuando yo fui «novio» en 1976, el propietario de la mancha, José María Muro Lara, un señor y no un patán, sólo admitió como rito del noviazgo un breve bautismo con agua fría sobre la cabeza de los novatos. Esos noviazgos con el montero atado y su rostro y pelo empapados de sangre, vísceras y grasa de los animales, no es otra cosa que una muestra de brutalidad que se supone superada por los monteros, cazadores y personas normales.
En Europa, la res abatida es tratada con una delicadeza especial. El guarda lleva hasta la boca del corzo, el gamo, el venado o el jabalí su figurada última comida. Y con otra rama, la pasa por encima de la herida y se la da al cazador, que inmediatamente la ajusta a su sombrero. Y ahí se termina el rito. En España la tosquedad y la falta de buen gusto prevalecen, si bien de un tiempo a esta parte, muchos propietarios de fincas y orgánicos se oponen a mantener la asquerosa tradición. No se trata de prohibiciones, sino de decisiones sabias. Tengo que hablar con el hombre de campo y escritor de caza y naturaleza que protagonizó la porquería de restregar los rostros de dos invitados con sangre y vísceras de un venado abatido. Todavía no alcanzo a comprender cuales eran los motivos para mostrar su diversión y su risa.
Las tradiciones, por serlo, no son todas aceptables. Las malas tradiciones se eliminan. Me siento orgulloso de ser un montero español, pero me avergüenzo de mi condición cuando me topo con ese empecinamiento brutal del noviazgo tradicional. La caza equilibra la naturaleza. El noviazgo, la humilla. Sobre todo al que disfruta cuando asiste a la repugnancia.
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