Editoriales
El Rey en el centro de la política
No engaña a nadie Podemos cuando sitúa en el centro de su estrategia acabar con el «régimen del 78». El pacto constitucional, bajo su punto de vista, es poco menos que un vestigio del franquismo, que impuso unas condiciones que han impedido que España se desarrolle como una democracia plena. Como es lógico, la Constitución y la Monarquía parlamentaria como forma de gobierno representan a dicho régimen y sin abrir esos «candados», como así los denominan, nada podrá cambiar. La imposibilidad de reformar la Carta Magna en el sentido que el hoy vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, quisiera, no borra del horizonte de sus objetivos abrir un nuevo proceso constituyente, algo que compartiría con los nacionalistas catalanes si el nuevo «sistema jurídico-político» –en terminología del acuerdo cerrado entre PSOE-ERC– incluyese la posibilidad de un referéndum de autodeterminación o fórmula similar más suave.
No debería, por lo tanto, extrañar el desplante que la ministra de Igualdad, Irene Montero, hizo a la Reina Letizia al no acompañarla en un acto sobre violencia de género, tema del que se ocupa su departamento, como corresponde en las relaciones institucionales entre Gobierno y Casa Real. No hubo excusa convincente, ni esfuerzo alguno por parte de la líder de Podemos para no convertir su ausencia –precisamente en su primer encuentro con la Reina– en categoría. Los dos grandes apoyos del proyecto político de Pedro Sánchez son Unidas Podemos –con el que forma coalición– y ERC, dos formaciones abiertamente antimonárquicas, lo que parece estar condicionando la relación del Gobierno con el jefe del Estado. No fue anecdótico que ante el ataque que la portavoz de EH-Bildu contra el Rey, precisamente por un discurso de tanta importancia como el del 3 de octubre de 2017 sobre Cataluña, el candidato socialista no saliera en su defensa en acto tan solemne como su propia investidura. Era su obligación y, por más que la abstención de los abertzales era clave para su nombramiento, era necesario que fuese el presidente quien por lealtad institucional defendiera al Rey. Lo grave de esta situación es que Sánchez no sólo ha construido un gobierno de coalición con el apoyo de partidos que propugnan la caída del «régimen del 78», sino que esta alianza ha puesto en pie un frentismo que deja a un lado de la trinchera a la Corona, algo que está lejos de su esencia institucional basada en el espíritu de la «Monarquía de todos», que fue eje esencial de la Transición. Es más fácil podemizar al PSOE que moderar a Podemos porque su dependencia de éstos es superior. Es decir, el tradicional socialismo no hubiera pactado nunca con partidos que ponen en duda el pacto constitucional.
Fue el independentismo catalán quien en su estrategia del «proceso» situó al Rey en el centro de sus ataques. Su discurso del 3 octubre tuvo la virtud de que marcó con absoluta claridad que la Monarquía está indisolublemente unida a la Constitución y la unidad territorial. Esa era la base de nuestra democracia y debía ser defendida. Sánchez ha ido aceptando no sólo el «marco mental» del independentismo, sino algunas preocupantes propuestas de ERC, como la «desjudicialización» del «conflicto político» con el nombramiento de una fiscal general que acaba de dejar el cargo de ministra de Justicia y que el propio CGPJ no consideró «idónea» o abrir la puerta a ceses en el mando de la Guardia Civil en Cataluña, incluso permitir que su vicepresidente Iglesias se permita hablar de que «España fue humillada» por la justicia europea sin que el presidente se inmutase. Sin embargo, Sánchez debería ser más prudente, atemperar su ambición y admitir que la Monarquía parlamentaria es en estos momentos la institución que más estabilidad da a España, gobierne quien gobierne.
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