Opinión

Cuidado... ¡Ya pasó!

Me hallaba en la calle de Ayala de Madrid. Fue mi barrio, el de Salamanca, durante la infancia y juventud. Me fascina la obra de arte diaria de la Frutería Vázquez, la calidad de las Mantequerías Bravo, y las sastrerías de Jaime Gallo, o Denis. La calle de Ayala, en su desembocadura de la Castellana, tenía a Embassy, templo de los aperitivos y meriendas del Madrid próspero. Fue el último reducto de una subespecie humana que, con posterioridad al cierre del glorioso recinto, se ha dispersado. Del hijo mayor soltero con madre y amigas. Varón ya entrado en los otoños, excelso cuidador y acompañante de «mamá» y muy celebrado por las amigas de ésta, amén de voraz consumidor de sandwiches de pollo o vegetales. Me disponía a abandonar un local de la calle de Ayala, cuando uno de los dependientes miró el reloj y me impidió la salida. – En menos de un minuto pasará-, me anunció. Creí que se trataba de un perro propenso a la mordedura en carne humana con propietaria deslavazada y sin fuerzas para sujetarlo, pero no. En efecto, a las seis en punto de la tarde, las 18 horas, pasó el meteorito. –Cuidado… ¡Ya pasó! Puede salir con toda tranquilidad, don Alfonso-.

Se trataba de un homínido sobre patinete que hace carreras consigo mismo a esa hora de la tarde. Hay días que desciende de Velázquez por Ayala, otros por Hermosilla o Don Ramón de la Cruz y las menos por Ortega y Gasset. Le gustan las aceras estrechas y concurridas, y entre la fuerza del motor del patinete y la vocación de descenso rumbo a La Castellana de esas prestigiosas y concurridas calles, alcanza velocidades comparables a las del AVE a su paso por Aranjuez. Disfruta con los alaridos de susto del prójimo, y su habilidad para sortear cuerpos humanos es admirable. En el barrio se le conoce como el «loco del patinete». En invierno se guarece con un plumas y su casco es carmesí. Se camufla con unas gafas y nadie lo ha identificado, si bien se sospecha de cuatro o cinco vecinos cuyos caracteres son adaptables a su manera de proceder.

A cuento viene lo que escribo, porque al fin, según parece, el Ayuntamiento de la Villa y Corte ha decidido poner fin a la ley de la selva que impera en las calles de Madrid con los patinetes, las bicicletas motorizadas y los monociclos eléctricos, según nos informa nuestra redactora Alba M. Ortega en La Razón. En colaboración con la DGT se han puesto en marcha nuevas instrucciones, entre las que destacan los controles de velocidad y de alcoholemia y la prohibición de circular por las aceras, amén de restringir la velocidad de los peligrosos vehículos silenciosos a 25 kilómetros por hora. Madrid, por los sueños ecologistas de la Carmena y su gente, se había convertido en una de las ciudades más peligrosas del mundo en lo que se refiere al paseo y deambular callejero. En la calle de Serrano, una franja dedicada a estos chismes agresivos, obliga a la vigilancia constante para no ser arrollado por uno de ellos. Para colmo, el usuario de patinete, bicicleta motorizada o monociclo eléctrico – los monos de los circos, al menos, pedalean-, se enfada agresivamente con sus víctimas. -¡A ver si miras por donde vas, caraculo!-, me gritó un sádico patinetista segundos después de que lo esquivara con un escorzo muelle, que si bien me salvó la vida, me ha producido un doloroso tirón muscular con acompañamiento de esguince tobillar en mi pierna izquierda. Al menos, hasta que cambió el Gobierno Municipal, pasando del gamberrismo ecologeta del anterior al actual de Martínez Almeida, esos trastos han sido escrupulosamente mimados porque no contaminan. Pero atropellan y matan.

Madrid, a pesar de su orografía montañera -pleonasmo-, es una ciudad muy agradable de pasear para contemplar los escaparates de los comercios que resisten a la colonización de las grandes superficies. Pero se había convertido en una costumbre, la de pasear, de alto riesgo. Bienvenido sea el endurecimiento de los límites y sanciones a patinetes, bicicletas o monociclos. Que esa advertencia -¡Cuidado… ¡ya pasó!-, no sea necesaria, ni precisa, ni obligada para proteger la integridad física de los viandantes.