Opinión
Lina Mhenni
Morir para reivindicar la vida. En eso se ha convertido la existencia de algunas personas. Mujeres prendiéndose fuego al burka que les obligan a llevar en Afganistán, o quemándose a lo bonzo con la camiseta de su equipo a la puerta del juzgado donde era juzgada por entrar en un estadio de futbol como Sahar Jodayari, la Chica Azul, en Irán, o como el joven informático Mohamed Bouazizi que se inmoló en Sidi Bouzid, en Túnez, cuando la policía le confiscó su puesto ambulante de frutas y verduras, único sustento de su familia. Fue la llama que prendió las revueltas de la Primavera Árabe. Hace unos días conocíamos la muerte de Lina Ben Mhenni, una activista tunecina que luchó a favor de los derechos humanos, especialmente de la mujer, tanto en la calle como desde su blog «A tunisien girl », donde relató con valentía la represión vivida por la ciudadanía. Lo hizo durante años. Definió el velo como «un símbolo evidente de la opresión de las mujeres» e introdujo 30.000 libros en las prisiones tunecinas para luchar contra el integrísimo, la captación yihadista y la falta de cultura. Fue candidata al Premio Nobel de la Paz en 2011 pero el verdadero premio fue ella. En la última entrada de su blog, Lina reconocía que la enfermedad le abrió los ojos sobre la realidad social de Túnez. Su vida y su muerte abrieron los nuestros. Sus voces y sus acciones derrocaron dictaduras, gobiernos y autócratas, quitaron vendas de los ojos, candados de las bocas y formol de los cerebros. Sacrificaron sus vidas para asegurar las de otros. Morir para visibilizar una realidad.
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