
Opinión
«Maine»
Esta semana, la noche del 15 de febrero, recordamos la trágica explosión que hundió en 1898 al acorazado norteamericano «Maine» en la bahía de La Habana en la que murieron 268 oficiales y marineros. Sin dejar que una comisión mixta determinase las causas de la explosión, que el tiempo demostró tenía origen interno, se acusó al gobierno español de «terrorismo de estado» mediante el lanzamiento de un torpedo para llevarnos a una guerra que no deseábamos. El papel de la prensa norteamericana liderada por el «New York Journal» fue determinante, animada y sufragada por la influyente Junta Cubana de la propia Nueva York. Las «fake news» de entonces hablaban de campos de concentración en los que los cubanos morían de hambre, de fusilamientos sin juicio, de persecuciones a ciudadanos norteamericanos, todo teñido de sensacionalismo. De nada sirvieron hábiles negociaciones de nuestro Gobierno ni la intervención del Sumo Pontífice y de seis potencias europeas para evitar la guerra. No entraré en ella, pero sí en dos puntos que considero importantes.
Uno: la conocida reacción tras aquel «desastre nacional», expresión consagrada por la intelectualidad liberal que pasó a la historia como «Generación del 98», por crear una nueva atmósfera que eliminase viejas lacras como la corrupción, el derrotismo, la inmovilidad, la incompetencia y el fanatismo.
Dos: la gestión de los tiempos: acciones y reacciones. Me apoyo en Pablo de Azcárate, el que fuera secretario de la Sociedad de Naciones de 1933 a 1936, embajador en Londres y Comisionado de Naciones Unidas para Palestina en 1948, que aporta la visión del conflicto apoyado en fuentes norteamericanas –algunas testimoniales como la del Contralmirante Chadwick–, notables por su objetividad y la ponderación de sus juicios. (1)
Repasemos como se llega a esta guerra.
Cuando la mayoría de las jóvenes repúblicas americanas habían alcanzado su independencia durante el primer tercio del siglo XIX, Cuba y Puerto Rico seguían ligadas a nuestra Corona. Su prosperidad había influido incluso en la República Dominicana que pidió su anexión a Isabel II en 1861, en una controvertida decisión de su presidente Pedro Santana. El fracaso de aquella anexión había encendido la llama independentista en el Caribe. El «grito» de Carlos Céspedes en Yara es de octubre de 1868 y nos llevará a la Guerra de los 10 años. Pondrá fin a ella el convenio de Zanjón de Febrero de 1878, que contempla junto a una amplia amnistía, cambios en la administración que producirían una oleada de optimismo y confianza que duraría 14 años. De allí surgirían el Partido Liberal Cubano formado por la pequeña burguesía y su contrapunto la Unión Constitucional creado por latifundistas que se consideraban «españoles sin condiciones». Sin abandonar su credo liberal y su intención de conseguir cambios desde la legalidad, con los años los liberales pasaron a denominarse Partido Autonomista. El siguiente paso lo daría el 6 de enero de 1892 José Martí en territorio norteamericano –Tampa– fundando el Partido Revolucionario Cubano. En España, Maura, ministro de Ultramar con Sagasta, presentaba en el Congreso el 5 de junio de 1893 un Proyecto de Ley que concedía amplia autonomía a la Isla. Archivado por su sucesor Becerra en uno más de nuestros vaivenes políticos, fue reactivado por Abárzuza y aprobado por el Congreso el 13 de febrero de 1895. Solo diez días después se lanzaba un nuevo «grito» en Baire, que desencadenaría la segunda guerra cubana. Siempre, acción y reacción.
No obstante, lo cierto es que el 1 de enero de 1898 prestaba juramento el primer gobierno autonómico de Cuba con amplias prerrogativas y parlamento insular. Por supuesto la descentralización, semejante a la que gozaba Canadá respecto al gobierno de Londres, no convenía ni a los revolucionarios ni al gobierno norteamericano, su más que interesado valedor. Tres semanas después –25 de enero– llegaba a La Habana en supuesta «visita de cortesía» el «Maine». El Gobierno español devolvía la cortesía con el crucero «Vizcaya» en Nueva York. La prensa de entonces aireaba una carta de nuestro ministro en Washington, Dupuy de Lome dirigida a Canalejas, «con juicios irrespetuosos contra el presidente McKinley» que hábilmente interceptada por su servicio postal –léase espionaje– contribuía a caldear el ambiente antiespañol. Le costaría el puesto a nuestro representante.
Tras la explosión del «Maine», resalta Azcárate, fueron «desesperados los esfuerzos españoles por evitar la guerra». Pero el 20 de abril de 1898 los Estados Unidos daban un ultimátum de tres días a nuestro Gobierno que equivalía a una declaración de guerra. Se hacía fracasar a aquella autonomía.
Vaivenes de nuestros gobiernos; imperialismo sin fronteras norteamericano; «fake news» como las armas de destrucción masiva iraquíes; gestión de nuestro 11-M; tontos útiles; sutil manejo de tiempos; acciones y reacciones.
¡Misma guerra en sus macabras diferentes caras!
(1) «La Guerra del 98».Alianza Editorial. 1986.
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