Opinión

Buen cumplimiento, Álvaro

Fernando Villalón, marqués de Miraflores de los Ángeles, sobrino del heroico artillero Daoiz y primo hermano de Manuel Halcón, irrumpía en su cortijo de Morón de la Frontera a caballo. Desmontaba y el caballo abandonaba la casa con muchísima educación. Poeta tardío, extraordinario, juglar de las marismas del Guadalquivir. Jinete, garrochista, brusco en el trato, y ganadero de bravo. Su casa fue refugio de quirománticos y bandoleros, como «Pernales». Su obsesión, recuperar la presencia y pureza del mítico toro de Tartesos con la añadidura, extravagancia de poeta, de conseguir que sus toros tuvieran los ojos verdes. Pero muy pocas figuras del toreo, sus amigos, se atrevieron a torearlos. Ni José ni Juan. Mantenía su ganadería –hasta que se arruinó–, con contratos esporádicos, y algunos de ellos norteño. Partía de Morón con catorce toros, con sus mayorales y garrochistas, al frente de ellos, y al cabo de veinte días de guiarlos por las cañadas autorizadas y sendas sin almas, llegaba a Santander con la mitad de sus toros, porque la otra mitad se había quedado en el camino. Murió en la indigencia, pero tuvo la fortuna de tener un pariente, Manuel Halcón, marqués de Villar del Tajo, que dejó escrita una de las obras más grandes de la narrativa andaluza en memoria de su primo Villalón. Sus «Recuerdos de Fernando Villalón», que junto a la «Historia de una Finca» de los hermanos de Las Cuevas y «Las Cosas del Campo» de José Antonio Muñoz Rojas ocupan la cumbre de la belleza literaria de la palabra andaluza del siglo Veinte.

Cuando yo era más niño de lo que soy, Don Álvaro Domecq era don Álvaro, tanto en la ganadería como sobre el caballo y el arte del rejoneo, y Alvarito era su hijo, don Álvaro Domecq Romero. Pinohermoso ya retirado, don Álvaro a un paso, tiempos de Ángel Peralta, el portugués Lupi. Y Alvarito, que caía sobre el caballo como los ángeles despues de miles de horas entrenando y cabalgando en «Los Alburejos» de Medina-Sidonia. En su dehesa, su formidable ganadería, todo ello, tiempo, caballos, toros, empleados y el cuidado del campo, mantenidos por amor y afición de sus propios bolsillos, los de Don Álvaro y Alvarito, que hoy es don Álvaro también.

El pasado año, en el Hotel Jerez de Jan de Clerk, un flamenco que habla con acento andaluz después de 40 años en Andalucía, me trasladó su pesimismo. Y me dejó ver, o interpretar, que el mundo del Toro tiene otro enemigo además del nazi-animalismo y el ecologismo sandía, verde por fuera y rojo por dentro. Y ese otro enemigo, muy poderoso también, no es otro que el propio mundo del Toro. Álvaro Domecq Romero fue el creador de la Escuela Ecuestre de Jerez, y su maravilloso espectáculo «Cómo Bailan los Caballos Andaluces». También le arrebataron su obra, si bien, al cabo de unos años de lacerante injusticia política, le devolvieron la máxima responsabilidad. Pero estaba en eso. «Hoy, los toreros no aceptan más que media docena de ganaderías, y por bien que salgan, cumplan y embistan en una tarde aislada, los empresarios, los apoderados y los toreros, nada quieren saber de ganaderos que lo han dado todo por la Fiesta».

Hoy me entero, después de leer a mi compadre Antonio Burgos, que Álvaro ha vendido «Los Alburejos», y todas las sombras de sus caballos y sus toros. No se le puede pedir más. Ha cumplido hasta alcanzar el límite del sacrificio personal. Pero seguirá al pie del estribo en otros campos, recibiendo y amparando a sus sobrinos –sus nietos–, y ocupándose de su Escuela Ecuestre de Caballos Andaluces, esos caballos a los que don Álvaro, su padre, denominaba «caballos artistas» como única definición. Nadie puede negarle a Álvaro el esfuerzo del cumplimiento. Las decepciones, los desaires y las miserias humanas, cuando se unen, terminan con todas las ilusiones. Se dice que la compradora de ese campo mítico del toro y el caballo es una multinacional. De acuerdo. Por muy poderosa que sea esa multinacional jamás borrarán el paisaje y los perfiles humanos de quienes hicieron de sus dehesas un prodigio vivo y habitado de la heroica España campera que se nos va.