Opinión
Corbata
Ni el hábito hace al monje, ni la corbata al señor, ni la caspa al revolucionario. Se trata de la costumbre y la apariencia de las buenas formas y el respeto institucional. Un vicepresidente del Gobierno que acompaña a la Reina al acto de entrega de un premio que concede la Fundación Princesa de Gerona en La Coruña no puede hacerlo vestido como un estudiado maniquí de la cochambre. Los comunistas siempre fueron muy mirados con las corbatas. Kruschev la llevaba, como Brezhnev, Andropov y Gorbachov. Como Ceaucescu y Jaruzelwsky, y por no ir más lejos, como Lenin, al que cambian de corbata en su mausoleo en cada primavera y otoño. Alberto Garzón lo ha comprendido, y últimamente se viste de dulce. Claro, que Garzón no causa recelo de cercanías por su aspecto higiénico. Bueno es que sepa el vicepresidente por cuota bolivariana, que los británicos, maestros en el uso de la corbata, se aprietan en exceso el nudo en lo alto de la camisa para evitar que los efluvios corporales de la dejadez jabonera no surjan por la vía de escape del cuello abierto. Hasta muy cumplido el siglo XX, los británicos renunciaron al uso del bidé, pero nadie les podrá negar un sobresaliente en la estética indumentaria masculina y la aceptación absoluta de las normas. Agobiante noche del mes de julio en Londres. Calor tórrido. El Duque de Bedford acude a cenar a su club, el Woodles, con una elegante chaqueta azul de hilo y pantalones grises. Sus pies van encajados en unas medias, de hilo también, de Hompton & Hompton, y unos zapatos de Fornington & Parva. Pero no lleva corbata. Y el artículo 2 del Reglamento del Woodles decía textualmente: «Para acceder al comedor es imprescindible que los señores socios se presenten con corbata». Bedford rechaza el ofrecimiento de una corbata del club y asume su frivolidad. Pero reserva mesa para la noche siguiente. Y el Duque llega al Woodles con una gabardina, que al dejarla en el guardarropa, muestra la gran sorpresa. Va desnudo, en pelotas, en porretas, y lleva anudada al cuello una corbata. Cumple textualmente con el Artículo 2, y cena en el comedor.
Acompañar a la Reina vestido de barbacoa en Galapagar, con la coleta grasienta, sin corbata, el cuello de la camisa abierta y los posibles efluvios libres de impregnar el ambiente del entorno, no es revolucionario, ni progresista, ni admisible. Es, simplemente, una grosería institucional, una falta de respeto y una bravuconada imbécil. La reina bien vestida, el presidente de la Junta de Galicia, Núñez Feijóo, correctamente ataviado, y el machito de las moraduras y los moretones sangrados y soñados de hematomas –Mariló Montero–, intentando aparentar una estudiada dejadez y confundir el abandono higiénico con la lejanísima e invisible III República. Como si Azaña, Alcalá Zamora, Largo Caballero o Julián Besteiro hubieran sido menos republicanos que él.
Por otra parte, el individuo en cuestión, cuando llega la Gala de los golfos subvencionados, la de la entrega de los presumibles Premios Goya de la supuesta Academia del Cine Español, entrega previamente a una peluquera el acondicionamiento de su cola de caballo, se ducha y perfuma, y se ajusta un esmoquin como el del «maitre» del restaurante de lujo de «Marina D’Or Ciudad de Vacaciones», tan horroroso como correcto en su dimensión conceptual. Lo correcto no está obligado a ser elegante, pero sí correcto. El gusto es libre, siempre que se respete la norma de la cortesía. El escritor norteamericano Grover Whalen, describiendo a su personaje el inspector de Policía Francis Mascuzzio, escribe: «Iba impecablemente vestido con una chaqueta a cuadros verdes y rojos, camisa también a cuadros azules y amarillos, corbata a cuadros lilas y naranjas, y pantalones escoceses». Pudo haber desacierto en la elección y combinación del conjunto, pero no grosería premeditada.
Es tan antiguo, tan viejo y tan carroza el comunismo que representa Iglesias, que aún cree que el desaliño indumentario estudiado le concede un interés añadido. Niñería de un malcriado, que salta de Vallecas a La Navata y lo primero que hace es organizar una barbacoa dominguera. Pero, en fin, es lo que tenemos, y la obligación de quien goza de la fortuna de opinar en público –sin mayúscula–, no es otra que hacerle ver su inconmensurable y ridícula grosería. Sabe que ni la Reina ni Feijóo van a preguntarle de qué va vestido, y se aprovecha de la buena educación ajena. A la fiesta de disfraces de Edgar Neville, se presentó Foxá vestido de Foxá, es decir, con traje y corbata, eso sí, con la chaqueta grasienta y con lamparones, cenizas sedimentadas y manchas de sopa por doquier. Y le preguntó Edgar: –Agustín, ¿de qué vienes disfrazado?–; –de queso manchego–, respondió Foxá. Pero había mucho talento en aquel queso manchego, lo contrario que en el maniquí chisgarabís de la estulticia podemita.
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