Opinión

¿Centralizar o descentralizar?

No tengo la menor duda de que nuestra Transición –hoy injustamente discutida por algunos advenedizos– representó esencialmente un cambio de modelo de Estado. Con todos los adjetivos que se le quieran dar al tránsito de la dictadura a la democracia, considero esencial el paso de un estado fuertemente centralizado a otro descentralizado. Este se tuvo que crear a partir de determinadas condiciones históricas que afectaban a unas regiones, intentando no obstante, preservar la constitucional solidaridad e igualdad de todos los españoles, lo que llevó a definir el modelo, «café para todos».
Aquel Estado centralizado del que veníamos no daba ciertamente respuesta a muchas demandas de la nueva sociedad de los años setenta. Se había formado una solvente clase media, fiable columna vertebral, que reclamaba una superior participación en la vida política, lo que Maslow en su pirámide denomina superiores niveles de reconocimiento y autorrealización. Veníamos de un Estado central de cuño francés, surgido de una guerra, vestido posteriormente de planes de desarrollo económico social, que permitieron llevar a buen puerto proyectos de infraestructuras generales que ni el propio Conde de Guadalhorce en su tiempo pudo imaginar, pero no realizar. Se construían pantanos y autopistas de acuerdo con criterios técnicos de las confederaciones hidrográficas o de jefaturas de Obras Públicas sin detenerse a pensar a cuantas provincias afectaban. Y así también se llegó a crear una red asistencial, que aún hoy a pesar de los torpedos nacionalistas contra su línea de flotación, mantiene una vital y eficaz función social.
Los padres de la Constitución se decidieron claramente por el modelo descentralizado. Y votamos mayoritariamente una ley de Cortes que la avalaba. Entendían los constituyentes que delimitando específicamente competencias exclusivas del Estado (Artº 149) de las que «podrán asumir» las Comunidades Autónomas (Artº 148), aseguraban los principios básicos que contiene el Título Preliminar de la Carta.
Siguiendo el modelo de la Ley Fundamental alemana, –16 «lands2 por nuestras 17 comunidades– entiendo que se produjeron dos disfunciones: 1.-A diferencia del Bundesrat, nuestro Senado no se adaptó a esta nueva configuración, aunque así lo defina su Artº 69.1.
(Siempre imagino un Senado en el que se sentasen a manteles 18 grupos de comensales: Estado central y 17 comunidades; unos en acolchados sillones antiguos; otros en sillas modernas y funcionales; pero todos comiendo el mismo menú, incluso, solidarios, sirviéndose entre ellos:¿quieres más Extremadura?; ¿pasas la bandeja Aragón?; ¡deja para los demás País Vasco! De vez en cuando alguno eleva el tono: «dos lenguas no son dos bocas». Pero acaban entendiéndose, porque conviviendo las gentes –en este caso Senadores– se conocen y cuando se conocen se respetan.
2.-La coletilla de «sin perjuicio de» que acompaña a muchos artículos sobre las «competencias exclusivas», es el portillo por donde han escapado competencias –graves las de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, cuidado con la Seguridad Social– de la mano de pactos electorales a babor y estribor en los que los escasos votos de una formación nacionalista, posibilitan gobiernos. Por supuesto, a cambio de.
Estas dos disfunciones son más que suficientes para romper los principios de igualdad y solidaridad, que en estos momentos de crisis debida al COVID-19 serán más que necesarios.
Un ejemplo: la Unidad Militar de Emergencias (UME) nace tras la tragedia de un incendio forestal en Guadalajara en julio 2005, en la que dos servicios autonómicos –11 agentes lo pagaron con sus vidas– son incapaces de coordinar esfuerzos. Se centraliza parte de la gestión con medios del Estado. Renuentes ciertas comunidades a este modelo, sufren la presión de los afectados, porque el fuego y las catástrofes no entienden de límites ni de colores políticos.
Hace algo más de un mes, se derrumbó un vertedero en Zaldívar donde encontraron la muerte dos españoles: Joaquín Beltrán y Alberto Sololuce, aun hoy no localizados. La soberbia de unos dirigentes ha impedido que se integrasen esfuerzos estatales, cuando una tragedia como esta exige la participación de todos los medios posibles, incluso extranjeros. No cabe solo esperar que con medios de casa, sin levantar ruido ante las próximas elecciones de abril, el caso se diluya. ¡No quiero imaginar lo que hubiera pasado si el Gobierno autonómico hubiese sido del Partido Popular! Brigadistas de todo el país, al grito del nuevo chapapote, hubieran aparecido por las campas de Ermua o del propio Zaldívar, dispuestas a denunciar la tragedia medioambiental, martilleada día a día por medios adictos.
Tenemos encima una crisis, cuando otra vez miramos al Estado para que dé soluciones. Centralizamos nuestra preocupación aunque la gestión se mantenga descentralizada. Constatamos la igualdad de la que nos habla nuestra Constitución, ante un virus que no reconoce fronteras, razas, ni géneros Y que pondrá a prueba el otro principio: la solidaridad.
¡Aquí, iguales, entramos todos!