Opinión

Lazaretos

No es nuevo el momento que padecemos. Sin remontarnos a la Biblia–que ordenaba a los sacerdotes controlar a los leprosos– ni a la Ordenanza de Ragusa (Dubrovnik) de 1377 que daba normas de aislamiento por cuarentena, la peste bubónica, las enfermedades venéreas o la viruela, azotaban a la humanidad desde tiempos inmemoriales. A ellas se sumaron en el XVIII las denominadas «calenturas»: fiebres terciarias, cuartanas o pútridas y en el XIX, la «fiebre amarilla» procedente del Caribe que nos entró por Cádiz en julio de 1800 y el «cólera morbo» asiático o peste azul, procedente del Este que lo hizo por Vigo en 1833.

Desde finales del XIX conocemos la existencia de los virus. Pero anteriormente se creía que las enfermedades infecciosas procedían de «emanaciones fétidas de cuerpos animales o de sustancias en descomposición», las miasmas. Se pensaba que en el aire corrompido y comprimido estaba la enfermedad con carácter contumaz, es decir capaz de contener y conservar los gérmenes infecciosos. De ahí que todos los esfuerzos se dirigiesen a ventilar, orear, expurgar y fumigar. No tenían más remedios los médicos del XVIII: observar, purificar, aislar. De allí nacieron los lazaretos, palabra procedente por corrupción lingüística del nombre dado a los leprosos –lázaros– de Santa María de Nazaret en Venecia: el «nazaretto» se transformó en «lazaretto».

La llegada del nuevo Estado implantado por los Borbones llevó a Felipe V a dictar normas protectoras, que continuó Fernando VI con una ordenanza (1755) que obligaba a declarar las enfermedades infecciosas a las Juntas de Sanidad, medida que permitió conseguir un mejor control en la lucha sanitaria. Carlos III continuó la labor. Centrados en Menorca, Isla que acababa de reconquistar a Inglaterra en 1782, encargó al ingeniero militar Francisco Fernández de Angulo formado en el prestigioso Colegio de Matemáticas de Barcelona –este año conmemora su 300 aniversario– un proyecto de Lazareto a ubicar en el Puerto de Mahón. Ya existían semejantes instalaciones en Venecia, Génova, Trieste, Malta, Livorno, Nápoles, Corfú, Zante, Castelnuovo y Marsella, puertos con los que normalmente se relacionaba Mahón como «puerto franco» durante la segunda dominación inglesa, en que se abrió a todo el Mediterráneo. Dos antecedentes apoyaban la decisión. Ya hubo un primitivo lazareto en la Isla Plana o de la Cuarentena dentro del puerto y otro anterior ubicado en la exterior «Isla de Colóm», activado con motivo del Tratado de Paz firmado por el General de la Armada José de Mazarredo con la Regencia de Argel. Lo hacía en nombre del Conde de Cifuentes, plenipotenciario nombrado por el Rey, Capitán General de Baleares con sede en Menorca, comprometido con la reintegración de esta Isla a España, tras dos dominaciones inglesas y una francesa. A consecuencia de la paz, fueron liberados en Argel 268 cautivos, siete de ellos mujeres. Llegarían a primeros de abril de 1797 en la urca «Real Redentor», el bergantín «Monte Carmelo» y el jabeque «Nuestra Señora de la Soledad» tras recalar en Alicante, donde no fueron admitidos por su Junta de Sanidad. Aparte algunos fallecidos en el largo tránsito, aquellos cautivos separados según sus dolencias, bañados en agua de mar y vinagre, relativamente bien acomodados por la eficaz administración de Cifuentes, sanaron todos. Se relacionaron estos beneficios con los frecuentes vientos de tramontana, considerados enemigos naturales de las miasmas, algo que indiscutiblemente favoreció la decisión de acabar la construcción del Lazareto ya en tiempos de Carlos IV.

Las medidas sanitarias se adoptaban según dos criterios: por el puerto de procedencia en los que los cónsules despachaban a los barcos con «patentes» de limpios, sospechosos o sucios o por el estado de salud de las tripulaciones: sanos, con enfermedades comunes, enfermedades sospechosas o con síntomas de peste aparecida en alta mar. Poco más o menos con esta clasificación eran ingresados y separados en el Lazareto: limpios, sospechosos, sucios y apestados, estos últimos «abandonados a su suerte, enterrados en cal viva». (1)

Uno de los últimos episodios del Lazareto se produjo cuando se replegó el Cuerpo Expedicionario español que acudió (1849-1850) a los Estados Pontificios en apoyo de Pio IX, que a punto estuvo de refugiarse en Palma de Mallorca. Cuando en diciembre de 1850 un agotado contingente de casi dos mil efectivos llegó a Rosas fue reexpedido al Lazareto de Mahón para una cuarentena corta, lo que estuvo cerca de acabar en un motín. Pasarían por el Lazareto todos los barcos en los que se replegó el Cuerpo Expedicionario.

Refiero estos casos no solo como reflexión de actualidad, sino también como homenaje a todos los servicios médicos que a lo largo de la Historia–como ahora– han dado y dan lo mejor de sus vidas para paliar la enfermedad.

(1)José Luis Terrón. «Lazareto de Mahón».2003.