Opinión
Herodes o el espíritu del Principito
El tiempo, más bien su transcurrir, lento y ajeno a la celeridad innata del ser humano, resulta ser los mejores prismáticos de lo que acontece. Solo han pasado unas semanas desde que el mundo se puso del revés, y ya tenemos esa extraña pero familiar sensación de que nadie parecía tener una certera noción de la tragedia que nos aguardaba. Con las personas que se han convertido en rostros familiares por su exposición mediática en la gestión de la Covid-19, sucede lo mismo. Hace más de 45 días, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, mudó en el nuevo miembro de la familia. La elección no podía parecer más acertada: una persona de apariencia normal, gesto amable, palabra calma, tono sosegado, con una imagen impoluta y la preparación suficiente para depositar nuestra confianza en él. Nos aferramos a Sócrates y a su creencia de que solo hay un dios, el conocimiento, y un demonio, la ignorancia. Optamos por el dios. Elevamos a Fernando Simón a la categoría divina al pensar que sus palabras iban a misa. Tengo amigos que, al principio de esta pandemia decían que si Simón les decía que se tirasen por un precipicio, lo harían. A ojos ciegos. Era casi una cuestión de fe; el mesías de una religión. Ese era el grado de confianza desarrollado hacia Fernando Simón.
Todos fuimos Stefan Zweig pensando que los milagros son hijos predilectos de la fe, y necesitábamos un milagro. Pero cuando el acontecer del coronavirus se torció, el relato de Simón y su figura sacra también empezó a hacerlo, como lo hace el junco con tendencia a doblarse cuando soplan vientos adversos, pero sin partirse. Algunos creyeron escuchar en un perfecto latín el Ego et Pater unum sumus, aunque Simón se resistía a teorías conspirativas sobre el misterio de la Trinidad. Él era un técnico y acompañó su afirmación, que sonaba más a un alegato de inocencia e imparcialidad, con una ligera contracción del rictus. Parecía un amago de enfado, como cuando escucha la pregunta de un periodista que no le gusta. Pero eso no le ha restado un ápice de divinidad mediática: es Simón, en el pecado lleva su penitencia. También Jesús se enojó con lo mercaderes del Templo de Jerusalén, el conocido como Templo de Herodes. Quizá imbuido por ese espíritu bíblico, a alguien se le ocurrió sentar a Fernando Simón junto al ministro de Ciencia e Innovación, Pedro Duque, para responder a las preguntas de los más pequeños. Debo reconocer que vi ondear el espíritu de Herodes en aquel encuentro. Niños y política no es buena combinación. No es fácil hablar con niños y mucho menos responder a sus preguntas. En la boca de los niños está la verdad y hay que tener tablas para aguantarlo, aunque Simón salió mejor parado que Duque, en su intento de explicarle a los niños cómo ponerse una mascarilla. No, no es sencillo hablar con niños, no calcularon bien el dejad que los niños se acerquen a mí. Quizá por eso les han sacado a la calle, para que no pregunten más. Personalmente, no me gusta ver a los niños en el punto de mira de los políticos, mucho menos en el centro de sus discursos. Me rechina, me da miedo. La inocencia expuesta a la palabrería hueca me repele. Cuando escuché al vicepresidente segundo del gobierno dirigirse a los niños diciéndoles: «Queridos niños y niñas que me estáis viendo», sentí un escalofrío. Vi enfrentarse a los fantasmas de Antoine de Saint-Exupery: en un lado, los mayores que han sido primero niños pero no lo recuerdan, y en el otro extremo, los niños que han de tener mucha tolerancia con los adultos.
El espíritu del Principito siempre devora a Herodes. Eso nos salvará.
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