Opinión

Maras

No es que me despreocupe de nuestros problemas. Pero seguimos siendo ciudadanos del mundo. Me detengo hoy en un país hermano por raza y cultura: El Salvador.

No puedo borrar de mi mente una fotografía estremecedora. Cientos de jóvenes salvadoreños, sentados en el suelo, hacinados como sacos, casi desnudos, maniatados, tatuados, con mascarilla, pelo al cero, mirada perdida,ciega. Forman parte supuestamente de distintas maras, las bandas juveniles que cuando la fuerza pública de El Salvador está dedicada casi en exclusiva a controlar la pandemia, aprovechan «el confinamiento por el coronavirus para masacrar; las órdenes de matar, provenían del penal», en palabras del Presidente de la República, Nayib Bukele.

Se juntan trágicas circunstancias. Un reciente despropósito judicial ha dejado en libertad a Antonio Ramos (a) Wesly, líder de la «mara salvatrucha», condenado a 350 años por 160 asesinatos imputados a su banda. Y ello ha desatado la guerra entre ellas. Bukele, de origen palestino por rama paterna, ha prometido mano dura. Y quiero comprenderle porque El Salvador vive otra guerra tras aquellos diez años de la cruenta confrontación entre FMLN y Gobierno en los años ochenta. Muchos españoles conocimos lo que representó aquella guerra y como se abrió la esperanza tras la firma de los Acuerdos de Paz. Les repetíamos, con nuestra experiencia, que la ausencia de guerra no significaba la paz cuando fallan las condiciones sociales y económicas que la consoliden; pero, no obstante, era mejor curar heridas en hospitales de paz que en hospitales de campaña. En España, les repetíamos, acabamos una guerra en 1939 y aun andábamos en pleitos; no sigáis nuestro modelo.

Tras más de dos años entre ellos, aprendí a conocerles, respetarles y en consecuencia quererles. Saber quién se había sacrificado por su país; quién era consecuente con su ideología y quién se aprovechaba de ella; quién había hecho de la guerra, negocio; quién había jugado con doble baraja. Defendí a sus soldados que habían sido leales a su República, excluidos injustamente de los beneficios de los Acuerdos de Paz. Y cuando hubo que aplicar mano dura ante un grupo disidente fuertemente armado en el Cerro de Guazapa, Naciones Unidas supo hacerlo.

Conocí Izalco la prisión donde se ha tomado la fotografía. Siempre se acordará de este nombre un profesor de nuestra UNED, uno de los buenos consejeros que contrató Naciones Unidas para apoyo del proceso, que demandaba una buena base jurídica. Quiso acompañarme una tarde, recién llegado, aun vistiendo traje de corte, blanco tropical, relativamente bien planchado. Se había producido un motín interno en Izalco que la Policía estaba sofocando. El estruendo seco de una primera ráfaga de M-19, puso instintivamente al profesor «cuerpo a tierra». Había llovido. Pueden imaginar el estado del traje, mientras contemplábamos atónitos como policías y guardianes lanzaban cuerpos desde las terrazas superiores de la cárcel, directamente a las cajas de los camiones aparcados en la calzada. También como fardos. Pero el ambiente de aquel 1993, era aún de postguerra. Y habiendo visto lo visto, no nos extrañaba del todo.

Pero ahora estamos en 2020. Han pasado casi 30 años. ¿Puede seguir una sociedad con los mismos parámetros de convivencia? Volviendo a la fotografía: ¿qué piensan estos hombres? ¿Dónde almacenan sus odios? ¿Cómo han llegado a esta situación? ¿Vertederos de basuras? ¿Escolarización? ¿Posibilidades de trabajo? ¿Cuántos palos han recibido en la cárcel para adoptar la entregada posición que ocupan?. Cuando sigo preguntándome, ¿ninguno de los que observan, ninguno de los fotógrafos, siente vergüenza?

Yo la siento, Presidente Bukele.

Y llego adonde quería llegar, reconociendo que por lo menos llevan calzones, porque no hay forma más cruel para destruir una personalidad que presentarlo desnudo. Llevan mascarillas, que en España muchos aún no hemos conseguido. Tampoco presentan problemas de peluquería y no se les ve famélicos. Pero parece que solo falta para completar el cuadro un humeante horno de gas al fondo.

Pero, por encima de todo, me duele que cientos de madres de cada uno de ellos sufren lo indecible, viéndoles. La foto me llegó precisamente el 3 de mayo, cuando en España celebrábamos su día.

Opino que por graves que sean nuestros problemas, no podemos desentendernos de los problemas de un pueblo hermano. Históricamente hemos demostrado ser fuertes, cuando hemos sido «plus ultra». Si aquí hemos sufrido graves problemas de gestión, ¿qué puede suceder en ciertas zonas de África o de nuestra América hermana? ¿Seríamos capaces de mandar equipos médicos a otras zonas? ¿Nos quedamos con Balmis solo para dar nombre a una operación militar o emulamos su sacrificio de años?

Pensemos en lo que nos dijo Camus: «Lo absurdo no libera, ata». Y una forma de desatarnos y liberarnos, es evitar los absurdos de otros, como pedir que una imagen como esta de Izalco no pueda repetirse.