Cristianismo
Reflexiones cuaresmales
La palabra clave que resume la Cuaresma es «conversión». Se trata, en efecto, de un tiempo muy propicio para volver a Dios, ajustar nuestra mentalidad a la de Él, que es Amor
Con la imposición de la ceniza comienza hoy la Cuaresma, un tiempo especialmente relevante, que ha tenido y debe seguir teniendo un hondo significado para los cristianos: reconstruir y consolidar los cimientos y los pilares de su edificio espiritual. Se necesita recuperar la Cuaresma. Tal vez, en no pocos, se ha perdido su gran sentido. La secularización de la sociedad, por una parte, y, por otra, el debilitamiento de la fe en amplios sectores cristianos, han motivado que palidezca la vivencia genuina de la Cuaresma en la conciencia de nuestras gentes. Sin embargo, sigue con la misma –si no mayor–, vigencia y actualidad que en otras épocas.
La Cuaresma debe ser una escuela, –así ha sido a lo largo de siglos–, para la formación del hombre, para liberarlo de sus cadenas interiores, de las pasiones y de los vicios, para su unificación espiritual, para fortalecerlo en su vida cristiana por una más asidua e intensa escucha y meditación de la Palabra de Dios, por la oración viva y sosegada, por la penitencia y la mortificación, por el ejercicio decidido de las obras de caridad. La Cuaresma es tiempo para la educación en la adoración del único Señor, Dios, en la bondad, en la caridad, en el perdón y en la reconciliación, en la paz, en la reparación del mal realizado, en la esperanza grande de la vida eterna, en la virtud sincera, en la vida nueva. Una escuela de vida y de entrenamiento en el verdadero «arte de vivir». No es abusivo reconocer cómo este anual y poderoso ejercicio espiritual ha marcado el proceso histórico de nuestra civilización y cuán incalculable resulta el progreso moral y civil que ha impulsado y desarrollado a lo largo de los siglos de la era cristiana.
La palabra clave que resume la Cuaresma es «conversión». Se trata, en efecto, de un tiempo muy propicio para volver a Dios, ajustar nuestra mentalidad a la de Él, que es Amor, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con Él, en quien está la dicha y felicidad del hombre, la vida y la esperanza, la paz y el amor que lo llena todo y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios; poner en cuestión el propio y el común modo de vivir, dejar que Él entre en los criterios de la propia vida, no juzgar ni ver, sin más, conforme a las opiniones corrientes que se dan en el ambiente, sino en conformidad con el juicio y la visión de Dios mismo, como vemos en Jesucristo. Convertirse es dejar que el pensamiento de Dios sea el nuestro, asumir, por tanto, «su mentalidad y sus costumbres», que son las que comprobamos y palpamos en Jesús. Convertirse significa en consecuencia: no vivir como viven todos, ni obrar como obran todos, no sentirse tranquilos en acciones dudosas, ambiguas o malas por el mero hecho de que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar por consiguiente el bien, aunque resulte incómodo y dificultoso; no apoyarse en el criterio o en el juicio de muchos de los hombres –y aun de la mayoría–, sino sólo en el criterio y juicio de Dios.
El tiempo cuaresmal es invitación a centrar la vida en Dios vivo, sometido al olvido por los poderes de este mundo, y avivado el sentido de Dios, la fe en Él, hacer así del testimonio de Él, rico en misericordia y piedad, el servicio a los hombres. La fe es capaz de generar un gran futuro de esperanza y de abrir caminos para una humanidad nueva donde se trasparente su amor sin límites, volcado especialmente sobre los pobres, los desheredados y rotos de este mundo. En otras palabras, implica un nuevo estilo de vida siguiendo a Jesucristo y dejando que su amor sin límites viva y actúe en nosotros, el estilo de vida del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre: eso pide el ayuno cuaresmal. La Cuaresma, así vivida, es una puerta abierta a la esperanza de una humanidad renovada por el don de Dios, que, en su debilidad máxima que es la cruz, la máxima revelación de su amor y su poder salvador, es infinitamente más fuerte que lo que propugna e impone un nuevo orden mundial y sus fuerzas ciegas a Dios, a su luz, y a su sabiduría y amor.
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