Análisis

Gobernar a dos

Los catorce meses de Gobierno de Sánchez e Iglesias nos muestran los riesgos de los personalismos y el difícil pacto entre rivales en las urnas

En enero de 2020 toda Europa miraba la formación de un gobierno de coalición inédito. Tras meses de negociaciones y después de que el Ejecutivo anterior tuviera que disolverse, dos partidos lograban elaborar un programa común y ponerse de acuerdo en el reparto de cargos para comenzar su andadura política juntos... en Austria. El conservador Sebastian Kurz unía su destino al del ecologista Werner Koglet en un sorprendente movimiento y consolidaba una alianza no explorada hasta entonces en todo el continente europeo. Al mismo tiempo que el experimento austríaco nacía, en el Congreso de los Diputados se daba luz verde al primer gobierno de coalición de la democracia en España: el formado por el PSOE y Podemos. Catorce meses después de que se constituyeran los dos ejecutivos (con sus diferentes evoluciones políticas) se ha certificado lo insostenible de la convivencia entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Que su relación era un espejismo estaba fuera de toda duda desde hacía tiempo. Ya solo quedaban por resolver las dos grandes preguntas, cuándo y cómo se rompería, y el desenlace de ambas lo conocimos a principios de esta semana. Con Iglesias ya casi fuera (aunque con la amenaza de mantener la tensión hasta el final), el Gobierno continúa con Podemos y abre ahora la incógnita de si podrá reinventarse y entrar en una nueva fase o de si está en la recta final y la legislatura (una de las más forzadas que se recuerdan, por múltiples factores) ya no da más de sí.

Abocados al choque

De estos meses a dos en La Moncloa, que han sido de conflicto casi permanente, extraemos algunas conclusiones. Como si fuera un pequeño tratado de las coaliciones, podríamos fijar dos niveles diferenciados de análisis que nos permiten determinar algunas de las características que favorecen o perjudican las alianzas en el poder: quiénes son los líderes y a qué partidos pertenecen. Respecto a la primera, parece claro que un exceso de personalismo en las figuras políticas distorsiona los objetivos a cumplir y anula, inevitablemente, la idea de un proyecto común que debería ser el objetivo de quienes nos rigen (tirando de ingenuidad). La realidad humana se impone y los egos y las expectativas de cada uno de los miembros de la coalición chocan. Y esto no hay Consejo de Ministros que lo resista. Después de meses de enfrentamientos, órdagos y declaraciones fuera de lo acordado, la parte socialista ya tuvo la certeza (las sospechas siempre estuvieron ahí) de que la oposición gobernaba con ellos. La propia ministra portavoz, María Jesús Montero, ha reconocido que Iglesias «exageraba las diferencias para hacerse notar». Un pulso continuo por el protagonismo que apuntala la idea de que las figuras políticas que aspiran a brillar demasiado nunca van a caber en el mismo plano y, por supuesto, tampoco en el mismo gobierno.

Pero más allá de orgullos varios, existe otro elemento determinante en la evolución de este tipo de pactos: los partidos que lo forman. En España no hay experiencia en este tipo de ejecutivos a nivel nacional, pero sí la hay en otras administraciones, tanto en comunidades autónomas como en ayuntamientos, donde son habituales. Y en ambos espacios, las tensiones, por lo general, no son tan descarnadas. Es cierto que las competencias no son las mismas y que, quizá, la gestión más directa de cuestiones cotidianas de la vida de los ciudadanos apenas deja espacio para la gran retórica que sí acompaña a la política nacional: la que tiene que fijar las grandes líneas en temas de Estado. Puede decirse que, en este aspecto, los segundos y terceros niveles en España no difieren mucho de lo que ocurre en el resto de Europa. Un continente en el que las coaliciones son más que frecuentes: de los 27 países solo seis tienen un gobierno monocolor. Y no se trata de una novedad de los últimos años (arrollados por la atomización política), sino que son fórmulas empleadas con total normalidad desde hace décadas.

Diferencias que unen

Si volvemos al experimento austriaco, esa suma de dos partidos tan alejados en lo ideológico, podríamos concluir que este es el Santo Grial de las coaliciones, como si estuviéramos en una novela de Umberto Eco, y llegamos a la paradójica conclusión de que las diferencias pueden unir más que separar. Como en la Gran Coalición alemana, que ha funcionado durante años con las dos grandes formaciones, la CDU de Angela Merkel y los socialdemócratas, y que reafirma esa teoría de que, a veces, la cercanía en el arco parlamentario lejos de facilitar las decisiones de los gobernantes, las complica. Y lo hace por uno de los motivos más simples y obvios, pero más determinantes: la pugna electoral.

La historia reciente de las coaliciones en Europa está plagada de casos en los que el partido que cuenta con más apoyos termina laminando en las urnas al más pequeño, con el que formaba gobierno. Ejemplo paradigmático es el de Reino Unido, con la derrota electoral de los liberales de Nick Clegg que fueron totalmente fagocitados por los conservadores de David Cameron tras cinco años juntos en Downing Street. Si las elecciones en España (cuando se celebren) no marcan otro rumbo que fije mayorías claras, las formaciones están abocadas a entenderse para gobernar. Ya sea a dos, a tres o en ejecutivos en minoría con apoyos externos y puntuales. Estas son las vías a explorar con las lecciones aprendidas en catorce meses de tensión, en los que las declaraciones de los ministros, a veces, parecían las de distintos gobiernos. ¿O es que lo son?