Marruecos

Bajarse al moro

El juez no apreciaba riesgo de fuga mientras un avión venía para llevarse a Ghali

El otro día les recordaba «El morito Juan», sublime canción de El Fary a quien José Miguel Ullán dedicó uno de sus programas de la serie «Tatuaje» en el que también aparecía Juan Goytisolo. Esto es alta cultura de los ochenta que mamamos los de la generación EGB que no cantábamos el Cara al Sol, lo juro por María Luisa Seco que rompió mis esquemas párvulos cuando ya de pivón la vi en uno de aquellos templos de la Movida en un estado de un globo, dos globos, tres globos, que es el que antecede a estar como Las Grecas. El Fary y Goytisolo están ya en el más allá mientras nosotros permanecemos en el inframundo sin aplicar sus enseñanzas. Nuestra relación con Marruecos era más o menos esa, precedida de la surrealista vocación transgresora de Emilio El Moro, que era de Melilla, de cuando todo lo que venía de allí era la grifa. Desde entonces, tan solo panfletos saharauis o denuncias más o menos balbuceantes sobre lo dura que es la frontera, que se lo digan a John Ford y a la mecedora que aguarda en el porche.

Hemos perdido la perspectiva, que diría Batiatto, Franco. No veo a la ministra Laya poniéndose a El Fary en aquel programa mientras se ducha, lo que la inhabilita parcialmente para entender el síndrome Mohamed VI, al que si le pusieran C. Tangana se desmoronaría en una pista del París latino, cordón de oro y cordon bleu. Ahora entramos en el juego de dónde está Ghali del que el juez no apreciaba riesgo de fuga a la vez que un «jet» salía de Argelia hacia Logroño para llevárselo, que el hombre se iba a hacer una contemplativa ruta por las bodegas de La Rioja aunque su religión le prohíbe beber alcohol. El Gobierno de España tiene que dar la imagen de firmeza y bajo cuerda tiembla ante la embajadora que bien podría ser el último fichaje de Carlota Corredera. Desde aquí ponemos deberes a la ministra de Exteriores. De vez en cuando hay que bajarse al moro. Desde el palacio de Santa Cruz el mapamundi ni suda ni excrementa y así la gestión diplomática queda en una suerte de experimento danés. Solo con dar una vuelta por el paseo marítimo de Tánger le haría comprender cómo se las gasta el morito Juan. Luego, únicamente tiene que acertar el precio justo.