Literatura

Neopuritanismo y censura

Torquemada ha regresado. La diferencia es que hoy ya no se cubre con su túnica de inquisidor. Ahora se viste como cualquier civil.

José María Asencio Gallego

Dicen los viejos que hace ya muchos años, en España, había algunas librerías donde, entre susurros, podías adquirir los libros catalogados como prohibidos. O incluso las ediciones no censuradas de aquellos no proscritos en su totalidad. Así pues, ciertos libreros, arriesgándose a ser sancionados, almacenaban bajo sus mostradores estos raros ejemplares y los entregaban a quienes, no siendo sospechosos, acudían a solicitarlos.

La censura era una de las tareas encomendadas a la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, integrada en el Ministerio de Información y Turismo.

En diciembre de 1978, sin embargo, entró en vigor la Constitución y, con ella, el reconocimiento del derecho fundamental a la libertad de expresión y a la creación artística y literaria.

Una luz de esperanza. Todo apuntaba a que ese era el comienzo de una nueva era y que la censura se había convertido en algo histórico. Nunca más volvería, aseguraban todos.

Pero no ha sido así. El nuevo siglo la ha traído de vuelta. La ha desenterrado del mismo modo que se ha hecho con las viejas insignias de nuestros abuelos. Y es que, como les ocurrió a los trogloditas, a nosotros también nos resulta difícil aprender del pasado. Porque cuando pensábamos que conceptos como inspección o supresión habían caído en el olvido, de repente, como si de un boomerang se tratase, han vuelto hacia nosotros y nos han golpeado.

Es cierto que ahora todo es más sutil, al menos en apariencia. Ya no hay sobres lacrados ni párrafos tachados. No. Ahora la censura es pública y alegre. Y se produce en medio de un estruendo de aplausos en las redes sociales. Como en diciembre del pasado año, cuando el claustro de profesores de un «centro educativo» de Massachusetts se felicitó a sí mismo en internet por haber prohibido a sus alumnos la lectura de la Odisea de Homero. O como cuando HBO retiró de su catálogo de EE. UU. la galardonada película «Lo que el viento se llevó» por ser considerada racista. Ahora resulta que el Óscar que ganó Hattie McDaniel, la primera mujer afroestadounidense en hacerlo, por su célebre papel de Mammy, es una vergüenza para la «intelectualidad» contemporánea.

Son sólo dos ejemplos, pero hay muchos más. Una lista interminable de víctimas de la corrección política. Entre otros, Ovidio, por su «Arte de amar», machista. Bukowski y Burroughs, obscenos. Céline, por su «Viaje al fin de la noche», filonazi. Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, pedófilos.

Y bueno, qué decir del cine, instrumento de corrupción moral por excelencia: Woody Allen, Pasolini, Bertolucci. Demonios que hay que expulsar de las salas. Una caza de brujas que no tiene nada que envidiar a aquella que sufrieron los Diez de Hollywood y que obligó a Dalton Trumbo a esconder su nombre para escribir el guion de «Vacaciones en Roma».

Sucede que el arte, dicen algunos, tiene que ser respetuoso con todos, no debe ofender a nadie, por leve o incluso presunta que sea la ofensa. Y los escritores y cineastas han de ser un modelo a seguir, no sólo en sus libros y películas, sino también en su vida privada. Deben ser pudorosos y guardar el decoro debido. Deben ser caritativos y comportarse de manera correcta con todos sus semejantes. En resumen, han de convertirse en profetas de la nueva religión, el neopuritanismo, cuyos ídolos de barro predican incansables para la construcción de un universo de corrección moral única e indiscutible.

Torquemada ha regresado. La diferencia es que hoy ya no se cubre con su túnica de inquisidor. Ahora se viste como cualquier civil. Pero su fuego purificador logra alcanzar todo lo creado y lo todavía por crear.

Los escritores fallecidos no tienen nada que hacer. La muerte excluye cualquier posibilidad de redención. Sus obras deben ser arrojadas al fuego. ¡Contemplad cómo arde Henry Miller!

Los vivos, por el contrario, sí tienen una oportunidad, siempre, claro está, que cambien, que ajusten su vida y su obra a los dogmas laicos que hoy predominan. Es lo que recientemente se ha dado a conocer como auto censura, un «pequeño» peaje que hay que pagar para ser publicado, una leve renuncia en pos de algo mucho más grande que el individuo: el bien común.

Este atentado contra la libertad de creación artística es ya una realidad sobre el papel. Ha adoptado incluso la forma de contrato. Cláusulas de moralidad, las denominan en EE. UU. Y consisten en que las editoriales se reservan el derecho a rescindir los contratos firmados con los autores y a exigir la devolución del dinero entregado como adelanto, en caso de que éstos, traviesos, osen comportarse de manera indecorosa o se les ocurra pronunciar públicamente alguna palabra prohibida.

Es cuestión de tiempo que esto llegue a nuestro país. Sólo espero que aquí prime lo que la Constitución garantiza, la libertad de expresión y de creación. Porque la democracia consiste precisamente en eso, en defender a aquel que no opina como nosotros. Ya lo decía Einstein, una velada en la que todos los presentes estén de acuerdo es una velada perdida.

José María Asencio Gallego, es juez y escritor