Afganistán

Del amor y la guerra

Aguardamos la bendición de un Afganistán bajo el imperio de la ley en democracia. A cambio, olvidamos la amarga experiencia soviética.

Quisimos hacer el amor pero suplicamos porque los emisarios de la guerra no nos liquiden. Queríamos instaurar la democracia por el mundo. Inaugurar la era del «rule of law». Pero nos angustian las botas sucias. Casi tanto como los libros de Historia, indispensables para olfatear la naturaleza de las corrientes en las que pensábamos sumergimos. Aguardamos la bendición de un Afganistán bajo el imperio de la ley en democracia. A cambio, olvidamos la amarga experiencia soviética. Cuando el Imperio Rojo emulsiona en contra a todos los señores de la guerra. No habrá elecciones democráticas, presunción de inocencia, libertad de expresión, pluralidad religiosa o respeto a los derechos de las mujeres para un mosaico de tribus muy lejos de las experiencias que desembocaron en las revoluciones liberales.

Mucho de esto lo tiene escrito y bien escrito Jesús M. Pérez Triana, autor del indispensable blog «Guerras posmodernas» y uno de los analistas obligatorios para entender el avispero. En Economía Digital escribe que «La estrategia occidental en Afganistán se puede resumir en un intento de reconstruir Afganistán como un Estado-Nación cuyo gobierno mantuviera el monopolio de la violencia legítima gracias a satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos. En la práctica, sobre el terreno, la administración afgana se mantuvo ineficaz y corrupta». Pérez Triana y otros también explican que los talibanes consolidarán su poder de forma duradera si logran pacificar el país y renuncian a ejercer como aglutinador de grupos terroristas. Sólo entonces China estaría dispuesta a invertir fuertemente. Por supuesto, a los mandarines de Beijing los derechos humanos les importan un huevo. Pero qué es eso frente a la alegría de festejar la derrota del Gran Satán, culpable de consagrar textos legales como aquel de 1791: «El Congreso no aprobará ley alguna por la que adopte una religión oficial del estado o prohíba el libre ejercicio de la misma, o que restrinja la libertad de expresión o de prensa, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a pedir al gobierno la reparación de agravios». Mucho mejor ahora, con los garantes del hijab de nuevo entronizados. ¿Verdad que sí, mis multiculturales, empoderados cuates?