Opinión

Españolazo y socialdemócrata

Sánchez ha priorizado la remontada en las encuestas, para lo cual quiere volver a la socialdemocracia ecologista, feminista e igualitaria, y abandonar la etiqueta de amigo de los nacionalistas. Tiene 27 meses por delante. Mucho tiempo para hacer olvidar su nefasta gestión desde enero de 2020 y vender lo que quiera. El 21 de junio de 2015 se presentó oficialmente Pedro Sánchez como candidato del PSOE.

Detrás de él, en el escenario, había una enorme bandera de España. Se definió como «patriota español» y criticó al nacionalismo catalán, ese negocio de «élites», dijo, que «quieren convencernos de que todo lo que nos une se puede romper un día con una votación». La vida da muchas vueltas, y los mismos que aplaudían entonces en primera fi la lo echaron del PSOE un año más tarde. El motivo fue que quiso pactar un Gobierno con los independentistas y los comunistas. Era octubre de 2016. El socialismo español, dijeron, no iba a renunciar a la unidad de España, ni a venderla por una votación parlamentaria. El caso es que el guiño sanchista al independentismo restaba credibilidad al PSOE en muchas autonomías. Sánchez consiguió volver a la dirección del PSOE con una votación y un relato: el culpable del independentismo era el PP, y la vocación del socialismo era la unidad basada en el diálogo; esto es, en dar la razón al nacionalismo en algunas cosas a cambio de quedarse en España. Era una especie de «conllevancia» que servía, además, para dejar al PP fuera de la vida política. Presentó una actualización del Pacto del Tinell que contenía una reforma constitucional: el federalismo.

Las autonomías tenían muchos fallos, dijo Sánchez, y una federación, una huída hacia delante (o hacia atrás, según se vea), podía solucionarlo. Junto a esa propuesta, el PP era acusado de inmovilista. Discurso fácil y efectivo cuando se está en la oposición, y no tanto en el Gobierno. El poder exige fi rmar hipotecas a veces imposibles de pagar. Eso pasó con el apoyo que Sánchez consiguió para su moción de censura a Rajoy y su posterior investidura: un montón de promesas con lenguaje, exigencias, indultos y mesas independentistas que había que cumplir. Además, tenía las elecciones catalanas pendientes con candidato nuevo. Una vez superados los comicios con éxito para Illa, había que descender a la realidad. Sánchez sabía que satisfacer a los separatistas iba a ser la tumba del PSOE fuera de Cataluña. La solución fue controlar los tiempos. El planteamiento fue pensar la legislatura en dos fases. La primera fue de satisfacción a los aliados, de radicalismo y amistad con el separatismo, de tender puentes y ceder formalmente a sus propuestas. Salieron a la calle los presos, montó la mesa bilateral y dio más dinero a Cataluña que a nadie. En ese tiempo quemó a los de su entorno, a los Redondo, Calvo, Ábalos, Lastra, Montero, Campos y demás, como hacen los malos líderes para evitar toda responsabilidad personal. A mitad de legislatura echó a todos e inició la segunda fase, un tiempo de corrección también forzado por unas encuestas que dan la victoria al PP. La política de Moncloa va a ser de vuelta a los orígenes. Habrá más presencia callejera mundana del Presidente; no los oropeles preparados por Redondo, porque «un socialista es una persona más, no un divo».

Tendremos más patriotismo retórico y simbólico, como el uso de una mascarilla con la bandera española a la izquierda, no a la derecha como Casado. Y viviremos la socialdemocracia distributiva. De ahí que Sánchez quiera centrar el debate en la economía y lo social, contando con la ventaja del uso del dinero europeo que llega ahora.