Sabino Méndez

La Diada, un símbolo de división

Cuando, en la Transición, el catalanismo político decidió escoger el once de setiembre como fecha emblemática de celebración de sus aspiraciones, pretendía que esa conmemoración fuera faro de unidad para la movilización de su pensamiento. Como siempre sucede en estos casos, el relato de lo que se conmemoraba estaba lleno de falsificaciones históricas con el fin de adaptarlo a las necesidades presentes de un momento concreto y construir una actualidad que pareciera legitimada por el pasado.

Puesto que la fuerza del catalanismo era total a nivel institucional pero solo parcial a nivel de calle, durante muchos años la Diada se sumó como movilización a todas las reivindicaciones ajenas a ella que le estuviera permitido. El objetivo era conseguir público en préstamo y proyectar la apariencia de una catalanidad peatonal unánime. Pero esos resultados eran, si bien muchas veces espectaculares, en realidad inseguros y engañosos.

Cuando ese camino mostró sus limitaciones y empezó a presentar en fríos números sus flaquezas, TV3 ya estaba convenientemente lista y engrasada -después de unos años de práctica como maquinaria promocional trituradora- para dedicarse a intentar cristalizar la fecha definitivamente. La emisora regional tomó el relevo y buscó cada año todos los mecanismos coreográficos, publicitarios, populacheros, las exageraciones intelectuales, las mistificaciones históricas y la propaganda hiperbólica más desaforada en general, para intentar establecer una Diada como fiesta nacional.

Los métodos usados para visualizar televisiva e informativamente esa supuesta unión colectiva fueron incluso (en algunos años especialmente desafortunados) casi circenses, con cierto sesgo de concurso televisivo de verano al aire libre que restaba solemnidad a los fines perseguidos.

Cómo ya avisamos algunos de los profesionales del mundo del espectáculo en su momento, esas grandes operaciones promocionales no son tan fáciles. En la industria del entretenimiento hemos presenciado muchas y siempre tienen un doble filo que te puede acabar autolesionando. Cuando un mecanismo propagandístico como una televisión gubernamental quiere apropiarse y convertir un evento en un decorado, los primeros años las audiencias suben y todo el mundo se queda deslumbrado, parece convencido; pero a la larga has inoculado el tóxico de la manipulación del producto y lo has connotado. Solo es cuestión de tiempo que esa connotación acabe marcándolo para siempre y condenándolo a arrastrar una molesta fama, como un baldón, incluso en sus momentos de más éxito. Por supuesto, si eres un grupo de música sueco (por poner un ejemplo cualquiera), ese baldón no te importará demasiado porque tu objetivo no es conseguir la unidad del público, sino que la mayor parte posible de ese público engorde tu cuenta corriente. Ahora bien, si el fin que perseguías era establecer de una manera definitiva una conmemoración simbólicamente unitaria, al connotarla has hecho un malísimo negocio para ese resultado.

La Diada, que quiso construirse como emblema de unidad de la catalanidad política es hoy, en realidad, el más claro símbolo de división entre catalanes. ¿Quién nos lo iba a decir hace años? Quién la ha visto y quién la ve. Unos la adoran, pero otros la desprecian. La división está servida. Una gran parte de los catalanes ven a sus conciudadanos que gustan de celebrar el 11-S como unos melancólicos que solo se embarcan en una ceremonia de victimismo y nostalgia acerca del día en que sus afines -los partidarios del enchufe y el provecho caciquil- perdieron la maquiavélica partida de intentar vender parte de la región a una ayuda extranjera concreta a cambio de que beneficiara sus intereses particulares. Eso catalanes que no se identifican con ese mundo de la Diada prefieren reivindicar Sant Jordi como día que los representa, atendiendo a su significado cultural, y oponiéndolo conceptualmente de una manera clara al fondo bélico, siniestro y sanguinario que la matanza del once de setiembre traslada en su relato. Eso crea ya unos significados opuestos que incluso parodian las tácticas circenses de TV3 con inventos humorísticos como Tabarnia.

Hay también otra parte de catalanes que quisieran apreciarla, pero se sienten incómodos con ella. Son aquellos que buscan sus raíces ideológicas en la Comuna de París, pero no pueden negar que todas las canciones de Brassens, hijas de la Comuna, recomiendan en la fiesta nacional quedarse en la cama igual.

Finalmente, la parte de los catalanes que creyó en su momento el relato pujolista del once de setiembre, proclaman la Diada como demostración de que, si Cataluña no es una potencia mundial, es solo por culpa de las constantes conspiraciones de supuestos enemigos exteriores que atentan contra la lozanía de un no menos supuesto homo-catalonian. Pero luego ni siquiera consiguen unanimidad para considerar que ese simbólico homínido exista. Ni para estar seguro que sea homo o feme. No hay unanimidad ni para fechas, ni para relato, ni para las celebraciones, ni para los motivos. Ni siquiera la hay, lógicamente, para nuestros patos del aeropuerto.