Guerra en Ucrania

La vida de otros

Quizá lo menos distópico, lo más ferozmente humano y tradicional sea hoy la guerra en Ucrania, que tiene la estética y los principios de conquista medievales con armamento y letalidad propias del siglo XXI

Concha cumple el domingo los cincuenta, y últimamente se levanta con la sensación de que está viviendo la vida de otro en un mundo irreal. ¿Cómo lo llaman ahora?, distópico.

Cuando de joven leía 1984 o veía en el cine «La naranja mecánica», o descubría la temperatura a la que ardían los libros gracias a Ray Bradbury, disfrutaba sintiéndose parte de aquellos mundos imposibles, inmersa en terrores de futuro que alcanzaba a vivir con intensa entrega mientras el libro estaba abierto o la película en la pantalla. Después volvía a su rutina de presente en un tiempo que era crítico, como casi todos en el último cuarto del siglo pasado, pero con bastantes más ventanas que el actual a un futuro con algo parecido a la esperanza.

Hace muy poco ha vuelto a ver «Terminator» y se ha asombrado de lo cerca que aquella historia imposible está de haber anticipado un futuro próximo. La capacidad de replicar seres humanos mediante inteligencia artificial es casi real, y la tercera guerra mundial que devasta el mundo con el cruce de ataques nucleares de las potencias, una amenaza presente tan viva que está todos los días en los telediarios. No se ha desarrollado aún lo de viajar en el tiempo, pero a estas alturas Concha no es capaz de descartar ni siquiera eso. ¿Acaso preveíamos que aquella atmósfera oscura, opresiva, de lluvia constante en una ciudad superpoblada –«Blade Runner»– podría ser en un futuro no muy lejano de desastre climático total la ambientación habitual de las grandes concentraciones humanas? También en el presente ha visto Concha «cosas que vosotros no creeríais», como dice el replicante en su monólogo final. Quizá lo menos distópico, lo más ferozmente humano y tradicional sea hoy la guerra en Ucrania, que tiene la estética y los principios de conquista medievales con armamento y letalidad propias del siglo XXI. Pero precisamente ahí, en ese escenario bárbaro y criminal, encuentra Concha su mayor inquietud ante lo impensable posible en este momento nebuloso y áspero: ¿y si les da por intercambiar bombazos nucleares?

Nota de presente en la radio es que ya circula por Ucrania la cruel devastación de las armas químicas. Fósforo blanco, dice el héroe Zelensky, que también forma parte de la galería de lo inesperado. En positivo, eso sí. Le hacía gracia a Concha cómo un actor cómico que desafió a la política tradicional había terminado ejerciéndola en el peor de los escenarios posibles. Y ahí le tienes, Ronald Reagan contemporáneo y postmoderno, interpretando el papel de su vida con una eficacia digna de pasar a la historia como el ejemplo universal de liderazgo: barrería hoy si los ucranianos pudieran votar. Supone Concha que le darán el Nobel de la Paz, lo que, de paso, abrillantaría de nuevo el apagado prestigio de ese galardón.

Denuncia armas químicas rusas matando a sus compatriotas y avisa la OTAN de graves consecuencias si eso se confirma. Lo remacha Biden advirtiendo que «responderemos» al uso de esas armas. ¿Cómo?, se pregunta Concha. Y vuelve a respirar inquietud.

Los felices años 20 del siglo pasado fueron los de la crisis que trocó la esperanza tras una gran guerra en el abono para la que vendría después. Los felices 20 del presente, de la tecnología que unía el mundo acercando posibilidades gracias a la comunicación global y el comercio universal, son en realidad los del revocamiento del orden clásico, con el cambio de eje de Occidente a Oriente, de Europa a China, India o Rusia, una tendencia de la que el estallido putinesco no es sino una expresión radical y sangrienta: el criminal ha ido demasiado lejos y demasiado rápido, pero su objetivo, cree Concha, es en realidad el mismo, el fin del liderazgo occidental mundial.

Contempla las mascarillas en el gancho que hace tiempo dedica a eso. Cuelgan como las llaves, los cinturones o los cuadros en casa. Esta década empezó con una pandemia que nos cambió la forma de tratar a los demás y a nosotros mismos, que tapó nuestras sonrisas y llenó los hospitales de víctimas y trajes de película. Han pasado dos años y aún no nos hemos acostumbrado, Concha al menos, a no tocar, a no ver sonrisas, a hablar con la gente entre plásticos y cristales, a temer una tos como una peste. Un mundo distópico en el que la energía alcanza niveles de carestía insoportables, en el que el agua da síntomas en gran parte del planeta de escasear cada vez más, en el que una guerra en Europa despierta la hambruna en Yemen, mientras los ciclos atmosféricos se quiebran hasta convertir sequías y huracanes en constantes incontrolables.

Intuye Concha cambios que no serán amables. Hemos fiado todo a la superioridad cultural, moral y económica de Occidente. Pero somos tan vulnerables como el que más, y crecimos creando lazos de dependencia, sometimiento en no pocos casos, con quienes tienen ya fuerza suficiente para exigir un cambio de juego. Por eso la crisis nos toca más a nosotros, por eso la guerra en puertas despierta nuestros miedos más profundos. Por eso no sabemos ni cómo ni cuándo vamos a salir de esta distopía. Que es real, aunque nos parezca estar viviendo la vida de otros.