Economía

Aspiracional

Aún recuerdo el día en el que tuve que ir a hacer un reportaje a la tienda que abría, en la Plaza del Marqués de Salamanca en Madrid, la firma de ropa Abercrombie & Fitch. Teniendo en cuenta que soy una señora mayor y de Albacete, aquel despliegue de carne a la entrada me dejó sobrecogida. Resulta que, cuando creíamos superada la cosificación del cuerpo, llegaron estos americanos colocando, como reclamo a la entrada, a unos fornidos muchachos blancos con flequillo, de esos que únicamente habíamos visto en las pelis de institutos yankies y jugando muy bien al béisbol. Es verdad que, casi a la vez, aparecieron aquellos pijos en la zona de la Milla de Oro tirando huevos, vestidos de uniforme y con el pelo por debajo de los ojos, pero en las zonas de niños bien puede pasar hasta lo peor. En la cola de la tienda podrías encontrarte a madres de provincia con sus hijas resoplando por comprarse una camiseta con la firma y gente intentando ser lo que no era. No todos los clientes eran altos, guapos y blancos, que era lo que destilaba la marca y que ni siquiera disimulaba en sus eslóganes. Es ese quieronopuedismo que no hay manera de superar. En la tienda, además de que no se veía un carajo, la música era insoportable y el ambientador trataba de ser fino y al final olía al que usaban por esa época en los cines porno. En Abercrombie era todo imposible, impostado, caro y estrecho, pero te recibía un muchacho sin camiseta al que, con mi edad, sólo te dan ganas de arropar para que no coja frío. La tienda cerró hace dos años para, según anunció, reorganizar sus espacios insignia, sus flagships, que dirían los modernos. Ahora, su historia regresa en forma de documental para contarnos el auge y caída de aquel imperio del que se acabaron destapando prácticas comerciales racistas, discriminatorias, enseñando un mundo sin negros, sin tallas normales y sin gente que no fuera lo suficientemente guapa y blanca. Sus dueños fueron denunciados y tuvieron que acometer cambios, pero dio igual: sus patrones de belleza eran los mismos y a los trabajadores más morenitos los llevaban al almacén. Marcas aspiracionales, las llaman. Ego, exclusividad y sueños infantiloides.