Economía

A vueltas con la energía y Argelia

Para un país vulnerable energéticamente, como es España, en esta coyuntura tan delicada y con unas perspectivas tan inciertas, es una temeridad poner en riesgo la seguridad de suministros con un proveedor tan importante y estratégico como Argelia

José María Serrano Sanz

Hemos pasado medio siglo olvidándonos de la energía como problema serio. Exactamente desde la doble crisis del petróleo en los años setenta que, no se olvide, hasta la financiera era la crisis por antonomasia para quienes la vivimos.

Es cierto que de vez en cuando subía el precio del petróleo y otros combustibles, molestando la marcha de la economía, pero todo acababa desvaneciéndose más pronto que tarde, sin grandes trastornos. También surgía cada cierto tiempo el problema de la seguridad de los suministros, cuando los conflictos armados se acercaban a las zonas de producción o las rutas de transporte, pero nunca se tenía largo tiempo la sensación de enfrentarse a un problema irreversible.

Por otra parte, en tiempos de incertidumbre España tenía su propia ancla energética, su mecanismo de seguridad, que era el gas de Argelia. Consistía en una relación especial, forjada lentamente a partir de los años setenta del siglo pasado, a través de la cual, y no sin algunos altibajos, Argelia había acabado convirtiéndose en el principal proveedor de gas de España. Nada menos que dos tubos conectaban ambos países, y permitían olvidar los barcos metaneros. El primero a través de Marruecos y Tarifa (cerrado hace algún tiempo por voluntad argelina) y otro, más reciente y con más capacidad, que atraviesa el Mediterráneo hasta Almería. Al mismo tiempo España apostaba por el gas y construía una red importantísima de gasificación interna, que ha permitido que esa energía llegue a la industria y el consumo doméstico en todas las zonas densamente pobladas de la península.

Hablando en términos bélicos, tan propios del tiempo que vivimos, parecía un frente pacificado hasta ahora mismo. Pero ha sido incendiado por sorpresa, en el peor momento y por el propio Gobierno español. Precisamente cuando empezábamos a saber que la seguridad en los suministros es más importante incluso que el precio, se entabla una relación poco amistosa (por emplear palabras suaves) con uno de nuestros principales suministradores energéticos. Por supuesto, no habrá problemas de abastecimiento a corto plazo, porque en ese mercado no se cambia de clientes de un día para otro, los incumplimientos de contrato se penalizan, se pierde reputación y es preciso amortizar las cuantiosas inversiones hechas en infraestructuras. Aunque es probable que aparezcan a corto plazo tensiones en los precios, y es seguro si se necesitan aumentos en el suministro. En cualquier caso, los contratos energéticos son siempre a largo plazo y la confianza es un ingrediente necesario para ponerlos en vigor, de manera que para el futuro hemos perdido ya algunas bazas.

Justo cuando la energía se ha convertido en un bien escaso para quienes la consumen y apenas la producen, como es el caso de España, de manera que tiene que buscar quien se la venda sin reservas. Es el tiempo en que nos hallamos embarcados en una complicada transición energética para la que hemos ido quemando nuestras propias naves, como el desmantelamiento de las centrales de carbón, mientras Alemania, por cierto, anuncia que intensificará el uso de tal energía. O el cese definitivo de la central nuclear de Santa María de Garoña, mientras Francia proclama, una vez más, su renovada apuesta por las nucleares y consigue que la Unión Europea, con toda razón, las declare energía verde. Es asimismo el momento en que la invasión rusa de Ucrania anuncia un periodo, que se adivina prolongado, de crecientes dificultades en el suministro de energía a toda Europa occidental, lo que se traducirá, cuando menos, en una etapa de precios altos.

Y los precios de la energía son cosa seria, porque afectan rápidamente al resto de la economía y pueden provocar una cascada de complicaciones. Alteran los costes relativos de todos los sectores, en perjuicio de los más intensivos en energía, y desplazan la demanda, originando sectores ganadores y perdedores. Es decir, ponen en marcha un proceso de cambio estructural, siempre complejo, lento y difícil en países con rigideces institucionales, como el nuestro. A corto plazo una subida de la factura energética determina una pérdida de renta de los nacionales, que se traducirá en una reducción del consumo y la inversión, y retrasará la recuperación. Además, los agentes económicos pueden negarse a aceptarla y eso dará lugar a una espiral inflacionista si las empresas aumentan precios para mantener beneficios, compensando los mayores costes, o los trabajadores reclaman incrementos salariales para conservar su renta real.

Para un país vulnerable energéticamente, como es España, en esta coyuntura tan delicada y con unas perspectivas tan inciertas, es una temeridad poner en riesgo la seguridad de suministros con un proveedor tan importante y estratégico como Argelia.