Internacional
La última ceremonia
El hombre del hoyo, de unos 60 años, había anticipado sus últimos instantes y los esperó con serenidad. Era el 23 de agosto
En la parte más alta de los zigurats de Zoroastro los buitres descarnan los huesos de los fallecidos de esa religión. Es un honor que el cuerpo sea depositado al sol y reducido a huesos por las aves. Cada pueblo cuida sus ritos funerarios, un camino alfombrado hacia lo desconocido. Pero pensé que un hombre que muere solo, en mitad de la selva brasileña, el último de su tribu, el llamado «hombre del hoyo», no tendría tiempo para rituales. Que moriría tan indiferente al reconocimiento ajeno como vivió.
En los años setenta, pueblos enteros de indios de la Amazonía, como los Akuntsu o Kanoe, fueron erradicados por los mercaderes madereros. Los últimos siete miembros de una de las pocas tribus no contactadas sobrevivieron hasta 1995, cuando seis fueron asesinados en enfrentamientos con los mineros. El único restante se determinó a seguir en absoluta soledad. Era un varón de unos 30 años que, excepcionalmente, filmó de lejos la Funai (Fundación Nacional del Indígena), que procuraba protegerlo. Un indio de pómulos pronunciados y bigote, de mirada desconfiada. Le dejaban herramientas y semillas, pero nunca aceptó comida, por temor a ser envenenado. El «hombre sin nombre» ha pasado otros 27 años sin hablar con nadie, construyendo tapiris a lo largo de su camino nómada (se han encontrado 53 de sus chozas de paja), cultivando maíz y mandioca; cazando tortugas, monos, pecaríes, corzuelas o tapires; recolectando miel y frutos y lanzando eventualmente flechas de bambú endurecidas a fuego cuando alguien pretendía acercarse. Tribus similares, como los Awa, algunos de los cuales aceptan vivir en reservas, han revelado costumbres como la caza nocturna o los ritos en que las mujeres engalanan a los hombres con plumas de águila. Se desconoce, en cambio, por qué el grupo del «hombre del hoyo» hacía agujeros profundos en el suelo, tanto dentro como fuera de las chozas. Las exteriores, con estacas clavadas en el fondo, tal vez fueran para cazar o como defensa territorial. Las de dentro del tapiri, quizá como refugio o como parte de un ritual. No ha sido, sin embargo, en el agujero donde ha sido hallado el cuerpo del último hombre del hoyo. A José Algayer, funcionario de la FUNAI, le ha sido reservada una de las más impresionantes imágenes que se me alcanzan. El pasado agosto, cuando comprendió que algo extraño ocurría, tras más de un mes de no percibir movimientos, fue rebasando barreras de selva y acercándose a la choza. Sobre la hamaca de dormir yacía el indio, ataviado con plumas de papagayo. Espléndidas y coloridas plumas de Arará. El hombre del hoyo, de unos 60 años, había anticipado sus últimos instantes y los esperó con serenidad. Era el 23 de agosto.
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