Sociedad

Frío

En estos días pienso mucho en las ciudades de Ucrania sin luz, sin electricidad, sin gas, mientras la «Bestia del este» llega desde Siberia y hunde los termómetros bajo cero

Los niños estaban tan ateridos que el escaparate de la confitería de Hamburgo, lleno de estrellas de hielo, se derretía frente a sus tres bocas dejando un ojo de buey, que mostraba sus labios entreabiertos y sus naricitas rojas. Dentro, mi abuela disfrutaba del denso calor de una salamandra de azulejos y sorbía una taza de buen café. La Liga Hanseática, la Hansa, siempre garantizó el mejor café de Colombia, gracias a las largas rutas navieras que recorrían el globo de punta a punta.

Hay algo benéfico en la inclemencia del tiempo, se nota en la sanidad mental de la gente de campo, que nunca peca de la soberbia del urbanita. El campesino se ordena a los ritmos de la naturaleza y es recatado con respecto a sus posibilidades. Cuando la helada o la sequía arrecian, no queda sino rezar. Cada uno de nosotros tiene recuerdos de situaciones extremas. Yo tengo grabadas las noches de invierno de los años ochenta en Hoyocasero (Gredos), cuando las sábanas crujían de humedad y nos metíamos en ellas con los anoraks de plumas, buscando arrellanarnos entre las chepas montañosas de los colchones antiguos de lana, en una casa que sólo tenía fuego en la cocina. Mis hijos recuerdan con embeleso la Nochevieja en que nos quedamos varados en nieve en la Venta del Obispo y recibimos el año nuevo por la radio, con doce aceitunas por uvas y rodeados de desconocidos en la misma situación, hasta que un coche grúa nos llevó hasta el pueblo. Nuestro coche quedó enterrado bajo la nieve en aquel año en que los ganaderos abrieron caminos para llevar heno a las bestias, varadas en las llanuras sepultadas por un alud blanco. Mi madre se remonta a la Segunda Guerra mundial, con los cristales de las ventanas destrozados por los bombardeos de los aliados sobre Alemania, cartones en los vanos y los orinales congelados por las temperaturas bajo cero. No quedó un árbol, por la necesidad de alimentar las estufas.

En estos días pienso mucho en las ciudades de Ucrania sin luz, sin electricidad, sin gas, mientras la «Bestia del este» llega desde Siberia y hunde los termómetros bajo cero.

En 1915, mi abuela se levantó, arrastrando aquellos vestidos de principios de siglo que nos la muestran alta y derecha, abrió la puerta de la cafetería e invitó a los tres niños a pasar. Los chavales se quedaron un instante rígidos, dudando como si no diesen crédito. Después se atropellaron y pidieron tres chocolates calientes con bollos y los sorbieron con tal alegría que ha permanecido en los relatos de la familia más de cien años después.