Dani Alves

Alves y la teoría del saludo

La estupefacción es aderezo común en las crónicas de sucesos, como si hubiera sido posible predecir las intenciones de Jack el Destripador, Dahmer o Ted Bundy si hubieran obviado, por ejemplo, el pertinente saludo de ascensor

Un clásico de los escenarios poscriminales es el «siempre saludaba». Según esta interpretación, los anales de la delincuencia estarían plagados de cívicos vecinos que, para sorpresa general, terminaron saltándose la ley sin alertar de ello a quienes les rodeaban. La estupefacción es aderezo común en las crónicas de sucesos, como si hubiera sido posible predecir las intenciones de Jack el Destripador, Dahmer o Ted Bundy si hubieran obviado, por ejemplo, el pertinente saludo de ascensor. Y un razonamiento parecido, como de incredulidad, acompaña los asuntos en los que se enjuicia a personajes públicos, seres humanos sin más, envueltos, eso sí, por el halo de la fama. El «caso Alves» ratifica este recelo colectivo. Pero no solo. Lejos de participar en juicios paralelos, escudriñando los pormenores de lo ocurrido en los baños de la discoteca de Barcelona, que solo corresponden a la jueza, el asunto deja entrever la relación tóxica, estilo barra de bar, que mantenemos como sociedad con la Administración de Justicia.

En nuestro ritmo habitual de a favor y en contra, sumergidos como estamos en el ecosistema de reflexiones «tiktokeras» y, además, bien acomodados en esa tensión que provoca cualquier cuestión que orbite en torno al feminismo, todos los errores de base se han proyectado en esta coyuntura. El «yo sí te creo» que esgrimen algunos sin más consistencia que un porque sí, la perversidad de la renuncia de la víctima a su indemnización (forzada a vencer la presunción de culpabilidad machista que la acompaña) o la condena ejemplarizante al acusado que reivindican otros (y que tan poco justa sería entonces) son algunos ejemplos de la confusión que nos atraviesa. Las apariencias convertidas en trampas. Y frente a ellas, la necesidad de renunciar a causas generales, de ceñir las resoluciones judiciales a las pruebas y a la instrucción esquivando prejuicios y apriorismos particulares porque, más allá de si alguien es conocido o da los buenos días, ¿cómo es, en realidad, un violador?