Cuaderno de notas

500 días y 19 noches

Llevo todo el día pensando en sitios en los que encerrarme. Yo elegiría un bar. Ya me estoy imaginando los titulares. Un periodista guipuzcoano pasa 500 días metido en Casa Manteca en Cádiz

Apunté en mi cuaderno a Beatriz Flamini, la deportista que ha pasado encerrada por gusto en una cueva de Granada a 70 metros de profundidad 500 días y 19 noches. Confiesa que estuvo bien allí, que la cueva fue amable con ella, que no habló sola, que a ratos quería gritar, pero que intentaba no hacerlo porque la cueva la trataba bien y ella intentaba devolverle el cariño. Esto es un elogio de la sepultura. En todo caso, quinientos días sin hablar son demasiados. Me recuerdan la historia del monje que entró en un monasterio en el que solo se podían decir dos palabras cada diez años. Después de su primera década, dijo: «Sopa fría». Tras la segunda, pronunció: «Cama dura», y a la tercera, treinta años después de entrar, dijo: «Me voy», y el abad le respondió: «Lárgate que desde que entraste, no has hecho otra cosa que quejarte».

Qué bien estuvo Flamini ahí abajo en contraposición con el ruido de aquí arriba. Apuesto a que, si rascamos un poco, se aparece el argumentario de la cochina Humanidad, los excesos, el consumismo occidental, el desprecio de lo accesorio, la mentira del ruido que aquí abajo, ¿ves? ni se nota. El rollo del útero de la Tierra, la Pachamama que nos abraza, ya se sabe. Luego uno se entera que la deportista sufrió una plaga de moscas y que al día 300 tuvo que salir a una tienda de campaña, con lo que ya no son 500 días encerrada, pero qué importa.

Me interesa cómo se las arreglaba. Cuenta que el truco para pasar la vida en una circunstancia adversa es comer cuando se tiene hambre y dormir cuando se tiene sueño. Estos mandamientos ya me van pareciendo mejor. Cuando estábamos encerrados con lo de la pandemia, la gente se preguntaba qué haría cuando el estado de alarma permitiera salir de casa y yo pensaba en aprovechar que se fuera todo el mundo para quedarme solo, encerrarme por dentro y echarme en el sofá a ver una película tranquilamente.

No he pasado quinientos días en una cueva, pero estuve una semana en una casa del Rocío por Nochevieja. Recuerdo que no dejaba de entrar gente en aquella casa. Cada uno traía algo: una paletilla, unos altavoces, lo que fuera. Una noche vinieron los guardiamarinas del buque escuela «Juan Sebastián de Elcano» con unas cajas de sardinas en salmuera. También se aparecieron otros con una furgoneta hasta las trancas de un surtido de galletas de una conocida marca que, desde entonces, no me saben igual.

Como Beatriz perdí la noción del tiempo y también sufrí lo que creía eran alucinaciones auditivas. Una noche sentí cómo si hubiera estallado un petardo bajo mi cama mientras dormía y era justamente un petardo que habían tirado bajo mi cama mientras dormía. Escuché también un relincho y al levantarme vi que en el salón había un hombre a caballo porque vivíamos en esa fantasía y ese cachondeo que quedaba a medio camino entre Gabriel García-Márquez y Los Cantores de Híspalis. Cuando salimos de allí, nadie nos entrevistó, pero había un tipo dormido en el maletero del coche. Un espeleólogo de maleteros.

Llevo todo el día pensando en sitios en los que encerrarme. Yo, sin duda, elegiría un bar. Ya me estoy imaginando los titulares de la noticia. Un periodista guipuzcoano pasa 500 días metido en Casa Manteca en Cádiz. Tapió la puerta desde dentro. Se alimentó exclusivamente de mojama de atún, butifarra de Chiclana y manzanilla de Sanlúcar. Al salir ha declarado: «Se me ha hecho corto».