Los puntos sobre las íes

Begoña le importa un comino

Que nadie se equivoque: lo único que le importa es salvarse a sí mismo

Es una de las cosas más empalagosas, vomitivas y falsas que he leído en mi vida. La Carta a la Ciudadanía de Pedro Sánchez constituye un mix de falsedades, niñerías y cursilerías difícilmente igualables, juntas o por separado. El todavía presidente se comportó como esos niñatos consentidos que te montan una perra modelo Tercera Guerra Mundial si no logran el caprichito de turno o el antojo de guardia. El miércoles se desempeñó como el chavalín insoportable que se carga el castillo de arena en la playa porque ha quedado el último en el concurso veraniego. Fue un episodio impropio de un primer ministro, que nos deja a la altura del betún entre nuestros socios europeos, que se deben pensar que este país está dirigido por un preadolescente, y que certifica más allá de toda duda razonable que el pollo no llegó «llorado de casa» a la política. Me apropio de esta acepción parida por un tipo, Carles Puigdemont, que sabe mejor que nadie que para resistir en una poltrona hay que tener pelada la retaguardia.

Vayamos primero a las formas: es física y metafísicamente imposible superar el nivel de afectación y ñoñería del personaje. Ese «le agradezco que se tome un poco de tiempo para leer estas líneas» provoca arcadas, por no hablar de ese otro pasaje en el que dice sentir «rubor» al confesar que es «un hombre profundamente enamorado» de su mujer. Lo que causa rubor, vergüenza ajena más bien, querido Pedro, es leerlo. ¿A mí, ciudadano Eduardo Inda, qué carajo me importa si estás enamorado o dejas de estarlo? ¿Y, aunque aquí nos conocemos todos…, qué coño tiene que ver el cargo de presidente con el nivel de mariposas que haya en su estómago? Jamás le hemos preguntado a un alto cargo si está enamorado o no. Para regir el destino de un país las únicas condiciones sine qua non son tres: estar formado, ser honrado y practicar el estajanovismo. Punto. Clinton fue un razonable presidente y no puede sostenerse que estuviera colado por Hillary precisamente. Tres cuartos de lo mismo, aunque en sentido completamente diferente, cabe colegir de un Churchill que estaba infinitamente más enamorado de la Jefatura del Gobierno que de Clementine.

Sánchez no ha lanzado este órdago para defender a Begoña Gómez de unas acusaciones, de momento, sin demasiada relevancia penal por mucho que huela a nepotismo que apesta. Que nadie se equivoque: lo único que le importa es salvarse a sí mismo. En su vida sólo figuran cuatro pronombres: yo-mí-me-conmigo. Su obsesión es ser el niño en el bautizo, el novio en la boda y un dos en uno muerto-enterrador en la inhumación. Nunca pació en Moncloa un tipo más egocéntrico, narcisista y psicopático. Nuestro protagonista tenía dos objetivos vitales: superar en longevidad monclovita a Zapatero en primera instancia y a Felipe a largo plazo y pasar a la historia. Ahora su indisimulado objetivo es, a la espera de las novedades fácticas que puedan surgir, quedar como mínimo como un mártir de esa Inquisición posmoderna que para su falsaria psique son «la derecha y la ultraderecha». Como si esto fuera la Alemania nazi y él Adenauer o Willy Brandt. Su inner circle da por hecho que pondrá pies en polvorosa, servidor se aferra a la estadística para vaticinar que se quedará sacándose el enésimo conejo de la chistera. Su amor al Falcon es setenta veces siete más importante que el que profesa a su mujer, a la ética y a España. Sea blanca la fumata, resulte negra, una cuestión está clara: su pellejo está por encima de cualquier otro.