César Vidal

Bipartidismo (I)

Entre las afirmaciones repetidas con más rotundidad en los últimos tiempos se encuentra la que atribuye no pocos de los males sufridos actualmente por España a la existencia de un sistema bipartidista. De acuerdo con esa afirmación, a «contrario sensu», la redención de la patria vendrá mediante el acceso de nuevos partidos al poder o bien porque se creen coaliciones novedosas que los incluyan o bien porque sustituyan a los dos protagonistas del bipartidismo. Confieso que no deja de sorprenderme que semejante tesis pueda calar en no pocos de mis conciudadanos por la sencilla razón de que apenas se me ocurren explicaciones más erróneas y alejadas de la realidad histórica. A diferencia, por ejemplo, del régimen canovista, el sistema de la Transición jamás ha sido bipartidista. Se soñó – es cierto – con dos grandes partidos, pero siempre aceptando que los nacionalistas vascos y, de manera especial, los catalanes colaborarían con ellos lealmente. Para colmo, tanto la derecha como la izquierda se han presentado fragmentadas desde las primeras elecciones democráticas. En el Parlamento, no sólo no ha existido nunca una representación bipartidista – como en el Congreso de los Estados Unidos – sino que incluso se han producido fenómenos de discutible bondad. Por ejemplo, a más de dos décadas del colapso de la URSS en España sigue existiendo un partido comunista no sólo rancio, sino, no poco habitualmente, delirante en sus formulaciones e incluso enemigo de la legalidad. Los nacionalistas – franquicias de ETA incluidas – ejercen un peso desproporcionado sobre la vida política erosionando el sistema hasta extremos inimaginables hace veinte años. Finalmente, las terceras opciones – regionalistas o de ámbito nacional – ocasionalmente pueden realizar propuestas sugestivas (que a nada los comprometen) o perderse en localismos que rayan más de una vez con lo paleto. En otras palabras, el gran problema del sistema político español no reside en que exista una especie de dictadura bipartidista sino, por el contrario, en que todo el entramado constitucional se ha visto asaltado casi desde los inicios por formaciones que carecen de la representatividad que se atribuyen y que convierten, por definición, el bipartidismo en imposible. Para colmo, todo parece apuntar no al final de ese bipartidismo que nunca existió sino a una agudización de la atomización política cuyas consecuencias podrían convertir el sistema en tan inestable como el que padeció España en las décadas previas a la proclamación de la Segunda República o Italia antes de que Berlusconi se alzara con el santo y la limosna. Pero de todo eso hablaré en otra entrega.