Enrique López

Cadena perpetua

La Razón
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«No puedo devolver la conciencia al que no la tiene, ni puedo conseguir que un individuo que no conoce la compasión sea compasivo, ni puedo conseguir que un cerebro que no conoce la empatía pueda situarse en el lugar de los demás», esta frase es de Robert D. Hare, psicólogo canadiense y autoridad en el campo de la psicología criminal. Tras la iniciativa parlamentaria para derogar la prisión permanente revisable, y sobre todo, tras el trágico caso de Diana Quer, ha vuelto a abrirse el debate social sobre esta pena. Todas las posturas son respetables, pero tan respetable es defender su derogación como lo contario. En medio de esta polémica algo resulta claro. Tan masivo es el apoyo social de la prisión permanente, como su rechazo en el mundo académico. Quizá lo prudente sería esperar a la decisión del Tribunal Constitucional al estar cuestionada la norma ante el mismo, y hasta ese momento, también sería prudente ser menos vehemente en las aseveraciones que se formulan en torno a su pretendida inconstitucionalidad. El Tribunal se ha pronunciado de forma indirecta en varias ocasiones con motivo de la concesión de extradiciones de personas que pueden ser condenadas en sus respectivos países, que son muchos y muy democráticos, a la pena de cadena perpetua; se ha dicho que la reinserción no es el fin único de la pena, sino que debe de ser armonizado junto con otros fines como pueden ser el de protección social, y si bien es cierto que los beneficios penitenciarios están orientados a una finalidad resocializadora del interno, esa finalidad es orientativa de la forma de ejecutar la condena, pero no de su extensión. El Tribunal entiende que la extensión de la condena está sometida a la prohibición de tratos inhumanos o degradantes, pero imita su proscripción, al igual que el TEDH, a una cadena perpetua no revisable, esto es, de por vida. En mi opinión una pena que se traduce en una condena indeterminada en su duración y sujeta a la condición de la rehabilitación del reo, no se se opone al art. 25 de la Constitución al no desatender la función rehabilitadora, pero esto quien lo debe decidir es el alto Tribunal. Otro argumento de contrario que se utiliza es que en nuestro Código Penal ya existen penas de treinta y cuarenta años de prisión, lo cual las convierte en penas muy duras que atienden adecuadamente a los principios de prevención general especial; mas lo que se omite es que este tipo de penas sólo son imponibles en casos muy excepcionales, recordemos que se requiere la comisión de dos o más delitos, y para que alcance la pena de cuarenta años, ambos delitos deben estar penados con una pena de más de veinte años de prisión, de tal suerte que estas condenas se limitan casi exclusivamente a los casos de terrorismo. Por ello conviene que antes de derogar esta pena se abra un debate sereno, y esta serenidad también alcance al Parlamento. Hace más de diez años tuve la oportunidad, siendo Portavoz del CGPJ, de plantear en público la necesidad de instaurar la prisión permanente revisable, hoy lo sigo manteniendo.