María José Navarro

Carteros

Cuando éramos chicos, qué tiempos aquellos, recibíamos cartas. Cartas manuscritas, con la dirección manuscrita, con el remitente manuscrito y el sello pegado con saliva, arrugando el sobre. Dentro del sobre, a mano en un papel arrugado por la tinta, encontrábamos declaraciones de amor (pocas), novedades de amigos del veraneo (más), noticias de una tía lejana con grandes quejas sobre todo (casi siempre) y observaciones de los profesores sobre nuestro comportamiento escolar (a veces). Las cartas pasaron a ser cada vez más escasas según nos hacíamos grandes, y pasamos de recibir pequeños sobres arrugados a sobres americanos de esos alargados con una ventanita de plástico transparente y nuestro nombre en letra impresa. Las cartas de verdad se dejaron de recibir, pero aún veíamos por la calle al cartero. El cartero, cuando éramos chicos, era también manuscrito y alguno, entiendo, incluso se llamaba así por nombre de pila. Manuscrito Otero, Manuscrito Valmaseda, Manuscrito Calvo, se llamaban los carteros. Todo el mundo conocía al cartero y el cartero conocía a todo el mundo, como el de mi calle, que se llamaba Señor Andrés. No «el Señor Andrés», sino «Señor Andrés». «Ha traído esto Señor Andrés», decía una vecina que había recogido un paquete. Los Señores Andrés y los Señores Manuscrito seguían llevando cosas y sabiéndose de memoria los nombres y conociendo si tal buzón no abría o si tal otro estaba demasiado lleno. Algo le pasa a la Señora Paz, dice el Señor Manuscrito: su buzón no se vacía desde hace dos semanas. El email, el whatsapp y la pereza a la hora de escribir a mano amenazan ahora con acabar con los carteros y su valiosa función social. ¡Válgame San Manuscrito!