Cristina López Schlichting

De esputos y abrazos

El día menos pensado tenemos una desgracia. Sólo podemos agradecer a la bonhomía de Josep Borrell que la cámara de los diputados no se convirtiese ayer en palestra de lucha libre. A Borrell y a la ministra Dolores Delgado, que sujetó al ministro de Exteriores después de que un diputado de ERC lo escupiese al paso, cuando abandonaba la cámara detrás de Rufián. Está de moda el odio. Abrir todos los días el cierre del propio negocio o acudir al alba al trabajo es cosa dura y hay quien se ahoga en la falta de esperanza y compra mensajes baratos sobre enemigos fáciles. Por eso me sorprendió tanto el martes por la noche la cena del Café Varela en la que se otorgó ese premio literario a Juan Manuel de Prada. Porque para homenajear al escritor acudieron tirios y troyanos, cosa muy poco común en España. Vi en la misma mesa a Ana Pastor, Joaquín Leguina, Alberto Ruiz Gallardón y Pablo Iglesias. En otra no lejana de la mía estaban Luis María Anson, Raúl del Pozo, Blanca Berasategui o Ignacio Escolar. Cada vez son menos los foros multicolores, unidos por el buen humor y la admiración hacia alguien en las antípodas ideológicas. Juan Manuel está convencido de militar en un bando extinto, que no es ideológico, sino literario. Dice que la escritura interesa tanto «como el virgo conservado hasta el matrimonio» y suelta una risotada fulgurante, que contagia a todos. Algo es leído, sin embargo, cuando se le reconoce desde trincheras tan opuestas. El acto del Hotel Preciados, sede del decimonónico Café Varela (bastante anterior a la pérdida de Cuba) fue bonito también porque resucitaba otras rivalidades fecundas, de escritores y personajes añejos que utilizaron sus mesas para escribir y polemizar, desde Emilio Carrere a los Baroja, Unamuno, León Felipe y hasta Francisco Franco, que de militar joven tomaba café allí y atendía la tertulia de los Machado. Sus salas hacen eco asimismo de historias tristes, tan españolas. Por ejemplo, el lapso en que Carrere faltó porque se pasó los tres años de la guerra civil en el hospital psiquiátrico del Doctor León, fingiéndose loco para evitar ser fusilado. O el tiempo en que el comité revolucionario de los camareros destituyó al dueño y lo puso a echar cuentas en la trastienda, a las órdenes del contable. El Varela resurgió en el 39 aunque, poco a poco, perdió comba ante las nuevas cafeterías del fox trot. Se montaron conciertos clásicos para mantener la clientela, pero terminó cerrando. Ahora Melquíades Álvarez recupera la memoria del local. Bienvenido este premio y bienvenida la compañía jolgoriosa que lo celebró opíparamente. Ojalá que estas cenas se impongan sobre los esputos.