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César Vidal

Desequilibrio

He visto las imágenes y no puedo creerlas. Un cordón policial delante de la casa donde se sacrificó al perro Excalibur; vecinos con un letrero en inglés avisando al animal de que España está con él; gente gritando a la policía «¡Asesinos!» y epítetos en los que se niega rotundamente la decencia de sus madres... Adelanto que el sacrificio –bastante inútil por otra parte– me da mucho pesar. Estos animales, a diferencia de otros, bípedos, sólo te piden caricias y algo de comida y a cambio de tan magra provisión se vuelven locos cuando te olfatean en la distancia y se empeñan en hacer que te sientas el ser más importante del globo. Pero esta reacción me parece un síntoma inquietante de desequilibrio. En nuestra España de fútbol y siesta, la ira popular –que no carece de razones– no se moviliza cuando impunemente se sacrifican decenas de miles de niños en las clínicas abortistas; cuando la desvalijan por los más diversos mecanismos oficiales y oficiosos; cuando se pone en libertad a asesinos múltiples más sanos que una manzana, pero a los que se atribuye enfermedad; cuando se condena a los ancianos a cobrar pensiones miserables como bien estrecha conclusión de su vida; cuando se llevan el dinero de las mil y una corrupciones a Andorra, Suiza o Liechtenstein; cuando suceden tantas cosas que desafían el sentido más elemental de la justicia, de la dignidad o del decoro. Sin embargo, de repente, el equipo preferido de fútbol es víctima de una supuesta injusticia o una causa lacrimógena salta a los medios –la de este pobre can es una más– y la masa asume un ademán justiciero como si se tratara de la misma Libertad guiando al pueblo. Me duele decirlo, pero en estos arrebatos –aunque no carezcan de causa– sólo puedo ver una reacción de desequilibrio de una población que, en no escasa medida, está dispuesta a colar el mosquito perruno para tragarse el camello de la ineficacia, del expolio fiscal o del engaño político. No niego que algunos se sentirán transportados a cielos de satisfacción ciudadana increpando a un agente de las fuerzas de seguridad que se limita a cumplir unas órdenes razonables. Posiblemente, no pocos además desearían gritarle esas palabras al ministro de Hacienda o la titular de Sanidad. Pero una sociedad no crece sana con esas conductas sino con corazones y cerebros serenos y equilibrados que se movilizan por las causas realmente grandes y no por episodios, quizá dolorosos, pero menores. Así nos va.