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Despojos de España

La Razón
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La mitad de los pueblos de España corren el riesgo de desaparecer, según las últimas noticias. Cientos de ellos están ya completamente deshabitados. La maleza cierra los caminos y se apodera de los huertos y de las calles. Bajo sus ruinas se esconde un universo irrecuperable. La despoblación de la España interior y el desequilibrio demográfico se han convertido en un gran problema nacional, más grave a la larga que la descabellada peripecia de los separatistas catalanes. Las demás comunidades se quejen ya con razón del excesivo interés por Cataluña. Parece que los poderes públicos empiezan a ser conscientes de ello, pero de forma vaga, sin un gran proyecto global, sin la asignación presupuestaria necesaria y sin buscar el apoyo europeo para hacer frente a esta situación insoportable que conduce a la desertización de media España. La desvertebración nacional, el envejecimiento de la población rural y la muerte silenciosa de los pueblos requieren más atención de los políticos y de la opinión pública. Sobran los pastiches oportunistas con pretensiones literarias de éxito fulgurante y vacíos de contenido.

A algunos nos toca en suerte recuperar, mientras tanto, de entre las ruinas los pequeños tesoros de una civilización que se acaba entre la indiferencia general. Estoy convencido de que la muerte definitiva de las personas y de los pueblos sucede sólo cuando no queda memoria, cuando se pierden todos los rastros. Las amarillentas fotos familiares, que contemplaron a diario varias generaciones en la sala de la casa, son para el curioso observador de hoy unos rostros desconocidos y extraños, aunque tengan la fuerza de lo perdurable. Cada vez quedan menos vecinos en las comarcas deshabitadas que recuerden con precisión las viejas costumbres, las coplas populares, los oficios, los juegos y diversiones...; ni sepan para qué servía y cómo se llamaba ese extraño objeto aquerado de madera de roble descubierto en el somero de la casa abandonada. Una fuerza interior, acaso un impulso ético y compasivo o, con toda seguridad, la resistencia instintiva a la muerte de una civilización, nos empuja a algunos a escarbar, en estos últimos tiempos, en las ruinas en busca de la memoria de los pueblos. Como escribió Espriú, «soy un trapero de la estúpida y dolorosa hora del desbarajuste, del estropicio, y ayudo a recoger las migajas y los pedazos». En este caso, los despojos de España.