Presidencia del Gobierno

El tonto del pueblo

La Razón
La RazónLa Razón

La figura del tonto del pueblo se perdió entre lo políticamente correcto y la mejora de la Sanidad pública, que al cabo algunos sólo necesitaban dos pastillas y media y comer caliente una vez al día. Desapareció la diana en la que la plebe aburrida, cualquiera de nosotros, lanzaba sus dardos para demostrarse que, aunque estuviera en el último peldaño de la escalera evolutiva, siempre había alguien que quedaba por debajo. Ahora que regresamos a los pueblos de nuestra infancia, donde una vez hubo recuerdos, vemos que la gente no tira piedras a los pirados o a los maricas, sino a los políticos que salen por la tele. Jamás había presenciado el milagro o la desgracia de que las abuelas, tan elegantes que visten de negro y andan rectas como modelos aunque les duela la cadera, hablasen de partidos mientras se terminan el gazpacho. Los electos se han convertido en los nuevos tontos del pueblo. Hacia ellos se dirige una ira perturbadora, como de Levante y mar gruesa entre los cadáveres del cabo de Trafalgar, un enfado intenso como un perfume tabú. Y ellos parecen ajenos al clamor. Están en una película mientras el público les grita que tengan cuidado, que van a caer en una trampa. Pero esta vez no parece ridículo el respetable, que habla con quien no puede oírle, sino los protagonistas. Ni Fantomas ni Fu-Manchú pueden hacer nada por aplacar esa alarma en las gargantas. De entre todos los nuevos «tontos», léase como personaje sobre el que desahogar frustraciones, hay uno que sobresale en la idiotez de su estrategia. Bienvenido pues al mundo de la normalidad a Albert Rivera, el chico Transformers, el viejoven paradigma del cuñadísmo, acaso lo único sagaz que ha sacado de su chistera Pablo Iglesias. Otro tonto, pero de otro pueblo. De un pueblo es, un pueblo es, un pueblo es. Si las abuelas, que andan rectas como modelos, así les resbalen los remordimientos, tuercen el gesto con el que se consideraba el nieto perfecto, es que el niño ha crecido y ya no tiene tanta gracia. Ni tanto pelo. El tronista tiene que cambiar de programa. «Supervivientes». «Sálvame». Y así hasta llegar a ese espacio de Juan y medio en Canal Sur en el que los jubilados buscan pareja. A lo mejor para entonces hay gobierno y Rivera recuerda para lo que llegó al ruedo político. Albert parece «Buscando a Dory», para algo están los sobrinos, alguien que sufre de pérdidas de memoria a corto plazo y tiene ante sí el drama de que toda España se lo refresca. Pero nada. Sus compañeros de Ciudadanos, los que hacen resúmenes de Prensa con los que pasear el botafumeiro ante sus narices, no le hacen ver lo que la verdad esconde. Rivera, tan ignoto hace cinco minutos, es ya la antigua Miss Las Vegas. Cada actuación suya debería firmarla un crítico de ópera. El drama se espesa. Pero cuán líquido me parecéis. Qué gaseoso. Qué frívolo en su tragedia este último verano.