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La báscula

La Razón
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La gente anda inquieta estos días en la ciudad por culpa de la báscula. El pequeño peso del cuarto de baño, comprado en los chinos, no engaña: ¡has engordado! Se te nota sobre todo en la cintura y en las posaderas. Los estudiosos han calculado las secuelas de los abusos en las pasadas fiestas y han sacado la media: cuatro kilos de más y un diez por ciento más de colesterol en las arterias. Miles de ciudadanos horrorizados han invadido los gimnasios, las salas de pilates y las piscinas climatizadas para desengrasar. El «running», o arte de correr sin ir a ninguna parte, se ha convertido en el deporte de moda. La gente echa el bofe corriendo para asegurarse, como ha dicho Rubert de Ventós, un cadáver perfectamente saludable.

Contrasta esto con el recuerdo de la posguerra en el pueblo. Reinaban en la dieta de Sarnago la sopa de ajo, el puchero de patatas viudas, las legumbres, las verduras del huerto en su tiempo, la conserva del cerdo, sobre todo el humilde y sabroso torrezno, con la hogaza, el porrón y el botijo al lado. No había contenedores de basura, hediondos depositarios hoy del consumo y del despilfarro. No hacían falta. En el pueblo se aprovechaba todo. No había residuos. En la mesa familiar de la cocina, cubierta de hule, no quedaban más que los huesos mondos para los perros. No había bolsas de basura, ni se conocía el plástico, ese invento contaminante y hoy omnipresente en la tierra, en los ríos y en el mar. Tampoco había básculas de precisión para pesarse; sólo la romana.

La mayor parte de los habitantes del pueblo se murieron sin ver el mar y sin haberse pesado nunca, salvo quizá los mozos cuando los tallaban para la mili. Y, lo más curioso, en Sarnago no había ninguna persona gorda, ya no digo obesa. Sólo recuerdo uno, ligeramente orondo, el tío Bonifacio, que vivía en la esquina de la plaza y a quien la gente llamaba, sin mucho fundamento, el Tío Gordo. Recorro las calles, repaso casa por casa y no encuentro más que gente cetrina y magra, sin un gramo de grasa de más en el cuerpo. Lo curioso es que allí la gordura, que solía ostentar el señorito de la ciudad, era señal de prestigio. ¿Cuatro kilos de más, dices?, preguntaría el Tío Gordo. Te miraría con sorna, dejaría la cachava de lado y se daría golpes de satisfacción en la barriga.