M. Hernández Sánchez-Barba

La centuria de España

Así llama el historiador británico Richard Mackenney, de la Universidad de Cambridge y antes de la de Edimburgo, al siglo XVI. Incide, en consecuencia, con Adam Smith respecto a que los dos hechos decisivos de la modernidad fueron el Descubrimiento de América y la primera vuelta al mundo culminada por dieciocho hombres a bordo de «La Victoria», al mando del último oficial vivo, natural de Guetaria, Juan Sebastián Elcano. Esto, por parte de Castilla. Por parte de Portugal, la llegada a Calicut y las islas del Maluco –la Especería– por obra y navegación del gran marino Vasco de Gama. Cifra, pues, el profesor Mackenney los caracteres nucleares en «expansión» y «conflicto». La expansión debe considerarse en razón y función de una larga multiplicidad de factores: incremento de los ritmos de producción, lo que crea una marginalidad social, pues los campesinos se habían integrado en los mercados de las ciudades, convertidos en centros de intercambio económico. Igualmente, expansión en la vida política, pues el momento del Estado moderno y unitario, con el proceso de organización social, económica y cultural, apoyado en la administración burocrática y el ejército en línea de defensa. Expansión en los planteamientos científicos, filosóficos y, desde luego, religiosos; y por último: la imaginación estética, en el arte y la literatura.

El pensamiento español desde el principio ocupó la vanguardia de la modernidad, de modo particular en transmitir al mundo occidental del conocimiento adquirido «de visu» en América, a través de su impresionante expansión en el Nuevo Mundo que permiten, como afirma con justicia Mackenney, poner a disposición del hombre americano los valores del humanismo renacentista. Con la expansión oceánica, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la fundación en América de una sociedad urbana se traspasan al Nuevo Mundo las instituciones, el poder y las costumbres, así como un sentimiento de unidad y solidaridad –no exenta de tensiones– en ambas riberas del Océano Atlántico. Una arquitectura del mundo real en cuya cúspide se sitúan los Virreinatos y en su base los Cabildos. La idea de dominio radica en el concepto moderno de soberanía. El primer uso profano de tal concepto aparece en el sustantivo soberanía, usado en su exacto sentido jurídico y político por el canciller López de Ayala cuando habla de «soberanidad» como máxima protestad del Rey; el pensamiento político europeo del siglo XVI se enfrascó en una polémica doctrinal –tema característico en las Universidades– entre las doctrinas «cesarista», que defiende el poder absoluto, y las teorías «pactista», procedentes del protestantismo y «populismo», muy centrada en la Universidad de Salamanca.

Mucho más denso e importante fue el enfrentamiento en América, por parte del Estado español, cuál debía de ser el modo con un formidable problema que respondiese a la pregunta de cómo habría de llevarse la conexión entre los intereses y condiciones generales de españoles e indígenas. En la realidad de la convivencia de dos sectores tan distintos en lo antropológico, lo cultural y el entendimiento intelectual. El Estado español en América, lo efectuó a través de tres procesos convergentes; la «institucionalización», la «urbanización» y la «legislación». Instituciones, ciudades y leyes fueron las tres sólidas columnas sobre las cuales se construyó el Estado español en América, básicamente orientado a la consecuencia del bien común.

Por último, la espiritualidad del Humanismo español condujo a través del cristianismo social y político, delineando una misión de España en América, desde luego religiosa, y se resolvió a través de la realidad de la Evangelización que Robert Ricard como «conquista espiritual» y el profesor universitario español Pedro Borges ha caracterizado como civilizadora, en razón a una pedagogía transmisora del conocimiento como logro epistemológico: una cuestión de procedencia entre el pensar y el hacer; es decir, razonar, reflexionar, discutir, que cristaliza en el pensamiento que se aplique a la realidad, de modo que produzca la posibilidad de «hacer». Ello originó una cultura intelectual que debe conocerse como cultura hispanoamericana definidora del ser de América.