Enrique López

La crítica y el pensamiento único

La Razón
La RazónLa Razón

En mi último artículo concluí manifestando mi pesimismo sobre que en España, algún día, se desarrolle una adecuada valoración de las actuaciones de la justicia, el cual se vio reforzado al investigar cuáles habían sido las intervenciones más virales en las redes sociales durante este fin de semana, y comprobar que se trataba de unos comentarios en relación al denominado «caso Noos» denunciando la presunta doble vara de medir de la Justicia española, y además que estos «sui generis» y «posteruditos» comentarios habían sido pronunciados por responsables políticos muy populares. Mi máximo respeto a la libertad de expresión, y mi repugnancia a cualquier barrunto de su general e indiscriminada limitación, pero también mi máxima energía y suficientes redaños, para seguir exigiendo un mínimo de racionalidad y objetividad en el mismo, sobre manera cuando lo ejercen personas que muestran una gran influencia en la conformación de la opinión pública, como es el caso; así como el resto de personas cuyos mensajes tienen una gran trascendencia pública, incluidos los periodistas. Cuando se ejerce la libertad de expresión y la de prensa y se posee esta especial trascendencia, este ejercicio se convierte a la vez en un poder, que como todo poder, debe tener límites democráticos, y uno de ellos debe ser el ansío de la veracidad como presupuesto de una vocación de verdad, y cuando en el desarrollo de la libérrima opinión se introducen datos de insoslayable objetividad, estos deben ser vertidos respetando esa objetividad, y no pervirtiéndola para que la verdad no estropee lo que se cree un espléndido y personal juicio. Pero es que este problema se enmarca en un contexto más general, siendo una consecuencia del mismo, hemos construido una democracia sentimental donde prima la sociedad del espectáculo, y en la que las emociones determinan el discurso político y social. A esto se le une la idolatría de lo mediocre, de lo romo, de lo fácilmente entendible, y de lo que más alimenta la pasión y la emoción el ciudadano, donde cada vez más la responsabilidad individual en el progreso propio se diluye en el colectivo y en la responsabilidad del estado, y donde nadie nunca tiene la culpa de nada, ni tan siquiera de sus errores, creando el verdadero campo de cultivo de los populismos, aderezado todo con una pretendida dependencia de un bienestar colectivo, abandonado la exigencia de la responsabilidad individual. Estos populismos han sido desgraciadamente conocidos por su desarrollo político en el siglo XX, los cuales siempre comienzan su andadura despreciando los fundamentos de la libertad política. Es muy positivo que la obra de George Orwel «1984» sea una de las más leídas en la actualidad, pero también es significativo; no olvidemos que en la obra se describe una lúgubre ciudad de Londres donde la policía del pensamiento controla de forma asfixiante la vida de los ciudadanos, y en el que se reescribe la historia para adaptarla a lo que el partido considera la versión oficial de los hechos, siendo confinado cualquiera que lo contaría. Resulta paradójico que el ejercicio populista de la libertad de expresión, pueda propiciar la implantación de la dictadura del pensamiento único.