Barajas

La olvidada terminal 1

La Razón
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Dispensarán la vacilada de escribir, y enviar, este artículo a bordo de un avión de Icelandair que transita desde la noche tropical de Madrid hasta la luz perenne de Keflavik. (Dicen que allí el orto, en estas fechas, es dos minutos después del ocaso y que el agua caliente de la ducha, rica en sulfato, huele a algo desagradable entre el habano barato de tendido de sol y el peo de empacho por coliflor. Ya les daré detalles). Sirven conexión wifi estos vikingos a los pasajeros, para doloroso contraste del español que embarca en Barajas, terminal 1, ufano cuando lee las «macrocifras» que impulsan el turismo en el país pero francamente avergonzado por la situación del aeropuerto Adolfo Suárez, donde sólo la vanguardista T4 es homologable con el primer mundo. Más allá de la suciedad, impropia hasta de un chiquero pero mucho más de una infraestructura clave en pleno relevo de quincena veraniega, el viajero padece el desamparo de los años oscuros cuando, a las diez de la noche, se topa con la persiana bajada de todos los establecimientos. Imposible llevarse un sándwich a la boca, o sea, excepto en un cuchitril de manduca plastificada que también echa el cierre debido al asedio al que es sometido por centenares de menesterosos que van a despegar hacia Chisinau, Helsinki, Larnaka o Roma-Ciampino y tienen por tanto ante sí la perspectiva de varias horas de vuelo y hambre. Ante la negativa del dependiente de despachar un helado, una familia italiana saquea el congelador y le añade un toque neorrealista a la escena berlanguiana, pero el servicio de seguridad también brilla por su ausencia y pueden volver a casa ahítos e impunes.