César Vidal

La prima Encarna

Vivir en el exilio tiene peculiares consecuencias y una de ellas es que la memoria, como si fuera una marea imposible de controlar, nos arrastra hasta las playas del presente los recuerdos más inesperados. El otro día, me trajo remembranzas de la prima Encarna. La conocí –en realidad, era prima de mi abuela Remedios– cuando era una ancianita siempre muy limpia, siempre muy atildada y siempre muy atenta. Pensaba yo con mi inocencia infantil que debía ser una persona acaudalada porque cuando venía por casa siempre me traía lenguas de gato o alguna otra golosina. Un día, acompañé a mi abuela a visitarla. Vivía en un piso alquilado y diminuto situado en una de las calles recoletas del viejo Madrid. Se trataba de un cuchitril con retrete comunitario, suelos que se hundían como si fueran un tobogán y luz escasa. Mientras departían recordando una juventud transcurrida mucho tiempo atrás, fui descubriendo que la prima Encarna tenía los dedos deformados no sólo por la edad o el frío sino por las décadas de coser sin cesar para mantenerse. Los ojos, a pesar de las gafas, habían comenzado a fallarle y, con inquietud, le contó a mi abuela que temía no poder seguir trabajando y entonces, se preguntaba, ¿qué sería de ella? Examinado todo con el paso del tiempo, tengo la sensación de que aquella tarde – en la que me agasajó como siempre lo hacía– pesó más en la formación de mi carácter que muchos libros de pensamiento político que pudiera leer después. Yo comencé a amar la idea de la democracia desde niño porque sentía una profunda admiración hacia naciones como Gran Bretaña o Estados Unidos, pero esa identificación se fortaleció, a pesar del ambiente nacional, fundamentalmente, por dos razones. La primera, que ansiaba respirar la libertad como, lamentablemente, rara vez lo ha deseado históricamente el pueblo español y la segunda, que pensaba que era intolerable que alguien llegara a la ancianidad en la situación de desamparo y precariedad en que se encontraba la prima Encarna. Al cabo de años, no acierto a ver solución realista a cuestiones como esa masturbación mental llamada nacionalismo catalán, la insaciable codicia tributaria o las consignas vacías de contacto con la realidad de tantos políticos. Sin embargo, he descubierto que sigo pensando como entonces que la democracia no vale una higa si en ella no existe libertad real y si hay españoles que tienen que vivir el final de sus vidas igual o peor que la querida prima Encarna.