Crisis económica

Laberinto de fragmentación

La Razón
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La actual situación política de los países europeos –y de España– es similar a la que emergió tras otras crisis financieras en el pasado: incertidumbre y desconfianza en el sistema institucional, recorte del poder de los partidos que venían formando las mayorías gubernamentales, fragmentación de la representación parlamentaria y ascenso de las fuerzas políticas de extrema derecha o extrema izquierda. Con estos mimbres, en otras épocas, se urdieron los regímenes autoritarios o totalitarios que dieron al traste con los sistemas democráticos, aunque la lección de la Historia señala que esa política no era inevitable y que, de hecho, unos cuantos países lograron esquivarla cuando el liderazgo de sus clases dirigentes tuvo el acierto para ello.

Hay quien cree que las coyunturas de esta naturaleza tienen una determinación económica y que, si se logra revertir el curso del deterioro de las rentas y del empobrecimiento de las clases medias, el problema se resolverá por sí sólo sin necesidad de reformas que vayan más allá de lo meramente económico. Sin embargo, lo que las recientes investigaciones sociales revelan es una cosa bien diferente, de manera que los factores económicos, como la renta familiar, el desempleo o la desigualdad, son sólo una parte –no irrelevante, pero pequeña– de los elementos que inciden sobre los comportamientos políticos de los ciudadanos. Más en concreto, la fragmentación electoral derivada de la escora de los votantes hacia las posiciones extremas de derecha o izquierda se debe principalmente a causas socioculturales, lo que incluye su edad y nivel educativo, así como su actitud ante la inmigración extranjera o su grado de aceptación de los valores tradicionales de la sociedad. También juegan un papel apreciable el nivel de confianza en las instituciones y, en menor cuantía, las sensaciones subjetivas de felicidad. En definitiva, las motivaciones que conducen a los ciudadanos a apoyar unos u otras opciones partidarias son complejas y difícilmente reductibles a meras promesas de tipo económico.

Las actuales elites políticas españolas –como muestra el desenlace de las primarias socialistas– no parece que hayan sido capaces de reconocer esta situación, de manera que sus propuestas solo han suscitado una adhesión menguada entre los electores. Prueba de ello es la parálisis legislativa a la que se ha visto sometido el Congreso, donde a lo más que se ha llegado es a permitir la formación de un gobierno cuya actividad no va más allá de la mera gestión de los asuntos rutinarios o de un vergonzante chalaneo para aprobar los presupuestos. Y lo peor no es eso, sino que su horizonte intelectual no se eleva por encima del mero economicismo. La actual dirección del Partido Popular en España es un ejemplo de ello y, por cierto, lo mismo puede decirse de la heteróclita dirigencia del Partido Socialista, aunque sus enjutas propuestas se orienten en un sentido inverso a las del anterior. Y de momento no parece que ninguna de ellas va a ser capaz de encontrar la salida a este laberinto de fragmentación que amenaza con arrasar el Estado.