Sortu

Los que ganamos a ETA

La Razón
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Desde que Jesús Eguiguren y Luis Aizpeolea publicaron, poco después de que ETA anunciara su cese definitivo de hostilidades, un libro sobre este asunto, de pretendida historicidad aunque plagado de impostura, con algunos añadidos se ha ido asentando la idea de que el final de esa organización terrorista fue el fruto combinado de la acción negociadora del Gobierno de Zapatero y del afán de la izquierda abertzale para hacer política. Socialistas y batasunos habrían sido así los artífices del remate del terrorismo tras medio siglo de inútil lucha armada. Y como colorario, de ello se desprendería que la legalización de estos últimos, con el nombre de Sortu y bajo el paraguas de Bildu –una legalización en la que sólo intervino «el Tribunal Constitucional» y en la que «el Ejecutivo se mantuvo al margen de la decisión judicial», según los autores mencionados–, estuvo justificada por su contribución a la paz. Los epígonos políticos de ETA ya no serían, así, sus valedores en las instituciones ni habrían dado continuidad a su proyecto secesionista y revolucionario. Habría que verlos más bien como pacificadores dignos de confluir en algún momento con los socialistas en aras a la gobernación de Euskadi.

Podríamos discutir acerca de esta última derivación de la tesis Eguiguren-Aizpeolea, pero no es lo que más me interesa en este momento. Lo que, sin embargo, me parece más urgente es rechazar el planteamiento de que la derrota de ETA sea atribuible en exclusiva a los postreros gobernantes socialistas con la ayuda de los políticos abertzales anclados en el terrorismo. Y me lo parece porque esa idea constituye la dovela central sobre la que gravita el relato nacionalista acerca de la justificación histórica de ETA, pues, en definitiva, habrían sido sus propios seguidores los que dieran final al conflicto armado entre Euskal Herria y el Estado español.

La derrota de ETA, por el contrario, fue un proceso mucho más complejo en el que tuvieron un papel destacado la política sin concesiones del Gobierno de Aznar, la actuación de las fuerzas policiales, los cambios doctrinales adoptados por la judicatura sobre la naturaleza del terrorismo, la cooperación del Gobierno de Francia y la legitimación de todo ello construida sucesivamente en la lucha civil contra la violencia política, el secesionismo inspirado por Ibarretxe y la negociación con la banda armada desarrollada por Zapatero. Si esta última no culminó en el reconocimiento político de ETA, en la liberación de sus militantes presos y en alguna fórmula conducente al planteamiento de la autodeterminación, fue precisamente por el empuje que, con muchas dificultades, desarrollamos desde el Foro Ermua, Basta Ya, la Fundación para la Libertad y las asociaciones de víctimas del terrorismo, además de un amplio elenco de organizaciones cívicas que desde muchos lugares de España nos prestaron su apoyo. Fue nuestra oposición a un final tan ignominioso de ETA como el que ofrecía Zapatero la que impidió el acuerdo y condujo a la ruptura, haciendo entrar a la organización terrorista en su definitiva decadencia.