Alfonso Ussía

Padres violentos

La Razón
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En el Colegio de Nuestra Señora del Pilar de la calle Castelló, estudiaban más de 1500 alumnos. Muchos padres para tantos alumnos. Y con sus limitaciones de espacio, los jueves por la tarde, partidos de fútbol en todos los patios. Mi padre y el de mis nueve hermanos jamás se presentó en el colegio para animar a nuestros equipos, detalle que no le agradecimos como merecía. Pero padres de alumnos acudían con frecuencia y abundancia, aunque sus presencias iban siempre acompañadas de la buena educación. Al lema del Pilar, «La Verdad os hará libres» se le podría haber añadido «Y la libertad, educados». Nuestros padres, unos con más fortuna que otros, querían que sus hijos fueran abogados, ingenieros, médicos o arquitectos. No se les pasaba por la cabeza que sus vástagos se dedicaran a jugar al fútbol. Y menos aún, que del hijo futbolista le lloverían millones de pesetas. Corrían tiempos más modestos. A los grandes futbolistas del Real Madrid –Di Stéfano, Gento, Kopa, Puskas, Rial, Santamaría–, don Santiago Bernabéu les rogó que no compraran coches de alta gama para no levantar envidias innecesarias. El fútbol era cosa de otros y los padres no lo percibían como un futuro negocio.

«Lo peor de los futbolistas son sus padres», decía don Santiago. No los recibía. La figura del padre-representante nació en España en el decenio de los setenta. La expansión del fútbol. Me contó don Antonio Calderón que un día le avisaron a Bernabéu de una visita inesperada. «Don Santiago, el padre de Manolito, que está aquí y que quiere hablar con usted». Y Bernabéu: «Pues yo no tengo nada que hablar con el padre de Manolito. Yo quiero hablar con Manolito que no se cuida, está lento y no sale de los puticlús». Ahora, los padres-representantes son los administradores de las fortunas que ganan sus hijos, y los resultados –para algunos–, han sido devastadores. Fraudes fiscales, paraísos, sociedades quebradas, banquillos de acusados, sanciones y penas de cárcel. Se dice que el padre de Neymar gana más siendo su padre que el hijo jugando al fútbol. Y el de Messi, que metió a su pupilo en un tinglado difícil. «Yo confío totalmente en mi papá».

En el fútbol juvenil e infantil juegan al fútbol niños y jóvenes que parecen tener un porvenir fabuloso. Y sus padres viven y sueñan para y con ese porvenir. El niño, más que un hijo es un posible negocio. Y no permiten que nadie les amargue el anhelo. Si el entrenador no alinea al niño, amenaza y bofetada al entrenador. Si un adversario entra malamente al niño para detener su imparable carrera, insulto y puñetazo al padre del defensa, que inmediatamente responde. Y van las madres, que son las más forofas. La violencia ha llegado a los padres porque la ambición económica obsesiva es, ya de por sí, una forma de violencia. No les duele que su hijo se lleve una patada. Les duele la consecuencia de esa patada, voluntaria o involuntaria, que puede fastidiarles la inversión. Ignoran que de diez mil niños que juegan al fútbol como auténticos fenómenos, menos de cincuenta alcanzan su objetivo medio, y tan sólo cinco consiguen hacer su carrera deportiva en uno de los grandes clubes.

Se grabó la pelea entre padres del partido juvenil celebrado en Mallorca. Pero todos los domingos, en centenares de campos de España, hay padres que se insultan, padres que se calientan, madres que usan los paraguas como mazos, y árbitros que escapan de las iras paternas con zancadas más largas que las del difunto Zatopek. Porque los padres no acuden a animar a sus hijos, sino a vigilar su futuro negocio. Como el padre del torero que va para figura, y desde el burladero le anima a ligar una nueva serie de muletazos «arrimándote más y adelantando la pierna». Para ese padre, la cornada en el cuerpo de su hijo no es una tragedia humana, sino la suspensión temporal de sus ingresos.

Yo volvía del colegio y le informaba a mi padre. «Hemos ganado por cuatro goles a uno y yo he metido el segundo de cabeza». Y mi padre lo celebraba: «Ah, bueno, sí, bien, de acuerdo, pues eso, que estoy trabajando».