Restringido

Reformismo

La Razón
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Los periodos electorales son propicios para el lanzamiento de todo tipo de propuestas con las que solucionar tal o cual problema. Los candidatos se desgañitan para presentar lo que para ellos son ideas originales y que, en muchos casos, no pasan de ser bálsamos de Fierabrás, y a veces constituyen peligrosas derivas que más vale relegar. Sin embargo, los estilos difieren de uno a otro partido, pues para algunos sólo vale la revolución, mientras que otros se conforman con sostener un tenue o intenso espíritu reformista.

Dejemos a un lado a los revolucionarios –que bajo su apariencia radical ocultan generalmente una apelación a trasnochadas ideas que transitan entre los extremos izquierdo y derecho de la política– y vayamos hacia los reformistas. Lo propio de éstos es lo de situarse en el centro, entre babor y estribor, proponiendo mudanzas que engrasan la mecánica de la sociedad sin alterar los elementos básicos de su diseño. Lampedusa, al comienzo de «Il Gattopardo», lo expresó con nitidez en el conocido diálogo entre el joven Tancredi y su tío, el Príncipe Salina: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». Pero no olvidemos que las semillas de la transformación también están en esas mutaciones que muchos consideran cosméticas. Las raíces del Estado del Bienestar, por ejemplo, se encuentran en la iniciativa de unas derechas ilustradas y temerosas de la revolución social.

Es verdad que el reformismo es a veces demasiado cauto y peca de parsimonioso. Lo hemos visto, durante esta última legislatura, en terrenos como el de las administraciones públicas, las pensiones o el de la concentración municipal –que presentó Rajoy en Bruselas y que se quedó luego en agua de borrajas–. Y a la vez hemos contemplado cambios muy osados en otros asuntos, como el del sistema bancario, la estabilidad macroeconómica o el mercado de trabajo, que nos están conduciendo a la modernidad. A mí me gustan más estos últimos –aunque también habrá que completarlos– que aquéllos; y por eso me altero cuando observo a los políticos timoratos que no son capaces de arrancar y tirar para adelante.

Don José, mi tío, tal vez por su provecta edad y porque siempre se ocupó en la agricultura, es, en todo esto, mucho más taimado que yo. El otro día, mientras hablábamos del tema, rebuscó entre sus libros y me hizo leer uno, «los Rubaiyat», de Omar Khayyam, en el que el poeta persa expresaba su escepticismo:

«Yo mismo en mi juventud frecuenté ávidamente a doctores y santos, y escuché grandes discusiones sobre esto y lo otro: pero siempre salí por la misma puerta que entré».

No le niego a mi tío un punto de razón, pero le recuerdo que, como fruto del reformismo que él mismo impulsó hace años, la agricultura de hoy no se parece en nada a la de hace medio siglo, y que ello nos ha ayudado a todos a vivir mejor. Eso sí es verdad, me dice; pero sigue rumiando su desconfianza.