Cataluña

Un día triste

La Razón
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Estoy triste, deprimido y apesadumbrado. No doy crédito a lo que está pasando. No es un sueño, es la cruda realidad. Muchos hemos clamado en el desierto alertando de que esto no era un suflé, que estaba ahí, que podía pasar. Al final ha llegado el día, ha pasado. Me han saltado las lágrimas, no me duelen prendas reconocerlo, porque ayer Cataluña consumó su ruptura. No una ruptura con España, que también, sino la ruptura de Cataluña. Puigdemont puede sumar en su currículum, Junqueras también, su gran capacidad para hacer trizas una sociedad, dejándola a los pies de los caballos del deterioro social, político y económico. Y lo peor, el señor Puigdemont ha conseguido que el odio de unos contra otros se haya impuesto.

Tuve vergüenza de lo que pasó en el Parlament. Tarradellas decía que la línea roja entre el ridículo y la política era muy delgada y traspasarla muy fácil. Ayer se traspasó con creces. Sentí vergüenza de que el presidente de Cataluña no abriera la boca el día que declaraba la independencia. Si no habló en el pleno, dentro, dando la cara, es porque no tiene vergüenza. Y el que no tiene vergüenza es un sinvergüenza.

Muchos catalanes hoy tienen miedo. Miedo de expresar sus ideas. Miedo a decir lo que piensan ante esos que utilizan el insulto, el menosprecio o la coacción bajo el falso epígrafe de «la revolución de las sonrisas». Pocos se atreven, en público, a manifestar sus creencias y preferencias. Y menos sus sensibilidades en una sociedad dónde llamarte «español» es considerado todo un insulto. Temen ser señalados. Pocos se atreven a decir alto y claro lo que piensan, pero hoy creo que es un día en el que hay que hacerlo con la cabeza bien alta. Soy catalán, orgulloso de ser catalán. Al mismo tiempo, soy español y orgulloso de ser español. Tengo estas dos sensibilidades, no quiero renunciar a ninguna de ellas y, evidentemente, nadie me va a hacer renunciar a ellas. Nadie me va a decir como debo sentirme español como tampoco nadie me va a decir como debo sentirme catalán. Son dos sensibilidades que para mí suman, no restan. No estoy en ninguna tribu.

No soy nacionalista. Ni catalán, ni español. Creo, estoy convencido, que incitar el nacionalismo español como antídoto para luchar contra el nacionalismo catalán es un grave error. El independentismo ha equiparado durante años a España con el fascismo, ha tildado a quién no se ponía la estelada por montera como del PP, de Ciudadanos o «un sociata de mierda», dando a todo discrepante una categoría inferior de catalán. Eso le daba rédito, y algunos más allá del Ebro estaban satisfechos porque también les daba rédito. Ninguno veía el bosque porque el árbol les tapaba, y ahora todos estamos perdidos en el bosque.

Ahora toca recuperar la legalidad y, sobre todo, el diálogo. Objetivo: dar a los catalanes una oferta que permita derrotar al independentismo. No se trata de ceder al independentismo, se trata de construir una oferta política que consiga los apoyos suficientes y lo derrote. Ayer, no se equivoquen, la Cataluña independentista no sólo inició un ataque a España, sino que abrió las hostilidades contra los «otros catalanes», los que no comulgan con la religión supremacista imperante de los «indepes», supuestamenteprogresistas.

Ayer a las 15 horas y 27 minutos, Cataluña entró en una zona tenebrosa por obra y gracia de un gobierno independentista, cuya principal característica es la irresponsabilidad. Declaró en un mismo acto la República Catalana, la independencia, y al poco tiempo la destrucción del autogobierno, rompiendo para años la convivencia. Todo un éxito político, señor Puigdemont. El problema es que solventar el desaguisado le costará a Cataluña un par de generaciones.