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Víctimas en campaña

La Razón
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Comienza la campaña electoral del País Vasco y de nuevo nos enredamos en las espinas de la mayor tragedia de la España contemporánea: los asesinatos de ETA. El día tenía que llegar. Parece que el destino ha escrito a las víctimas del terrorismo un epitafio cruel. La siguiente casilla después del perdón fingido por algunos era la de la equidistancia, una forma de hacer borrón y cuenta nueva que es al cabo como ganan los malos. Y así vamos saltando en este juego macabro del que se acerca el final. Amnistía Internacional pide con tan poca vergüenza como nula sensibilidad que se equipare a todos, también aquellos etarras que fueron torturados. Los familiares que aún sienten la sangre fresca de sus muertos deben estar felices. Hay quien dice que para ellos es más fácil olvidar que perdonar. No sé. Supongo que cada alma llama a su dios de la mejor manera que sabe. Deberían responder las propias víctimas, los miles de zapatos huérfanos y los otros tantos que cruzaron la frontera de aquella tierra con la inocencia herida en la frente. Quieren hacernos tragar una paz de hiel perpetua mientras se pavonean hombres como Otegi y se esconden los buenos y las buenas. Se empezó a escribir un relato falso que muchos españoles han creído como palabra divina aventado por nuevos líderes para los que vale más un referéndum que una lágrima. Cuando se llora en silencio y se mata en público, lo que queda es la publicidad de lo pregonado. El silencio no consigue votos. Pero detrás de muchas ventanas aún se tiene la carne tierna y rugosa del duelo. El olvido sería el mayor de los males. Tiene lógica que los que apoyan a un asesino quieran borrar de su cinta registradora que un día brindaron cuando un objetivo etarra yacía al fin en el suelo. El olvido es el mejor sacerdote. Otra cosa es que lo permitamos, que las personas de bien tengan que agachar la cabeza porque los españoles no tuvimos no ya el coraje, sino las tragaderas tan amplias como para permitirlo. Nadie está obligado a ser un héroe. Ni siquiera los que viven como fantasmas tras los visillos y no pueden regresar a sus pueblos. Bien lo cuenta Fernando Aramburu en su novela «Patria», esa incómoda obra maestra. Pero una cosa es no ser héroe, ni ganas, y otra ser tan cobarde de no enmendar los renglones con los que la realpolitik quiere escribir un final amañado. Todo tiene un precio. Eso que llaman paz, también. No puede ser tan alto que deje a las víctimas con el harapo moral, como de rebajas. Total, para qué. Para que sigan hablando del derecho a decidir sobre los adoquines donde está la sangre. Para que cierta izquierda nos eche en cara que se habla de ETA cuando conviene, y la vida y la muerte se convierta en otro cambalache ideológico, nauseabundo y malnacido.