Gobierno de España

Delgado es el problema y debe irse

Llena de perplejidad escuchar a una fiscal del Estado, de no poca experiencia además, la afirmación de que la revelación de unas conversaciones grabadas por el comisario José Manuel Jiménez Villarejo, hoy en prisión, pudieran influir en la «obtención de una ventaja procesal», literalmente, servirle «para salir de la cárcel», o condicionar la acción del Ejecutivo del que Dolores Delgado forma parte como ministra de Justicia. Sólo el mero enunciado de un chantaje de estas características, por proceder de alguien que ha servido en la defensa de la legalidad, traslada a la opinión pública un mensaje demoledor para la confianza en las instituciones: el que un procedimiento judicial puede modificarse por medios ilícitos. No fue el único flaco favor que, acorralada por sus propios errores, hizo ayer la ministra a la democracia española. Delgado, cierto, tenía todo el derecho a defender su honorabilidad, pero nunca a costa de la verdad y, sobre todo, de la proporción. Y es que, después de la intervención de la titular de Justicia, pareciera acreditada esa fantasmagórica organización subterránea –las «cloacas del Estado»– capaz de cambiar el devenir de España desde las sombras. Por supuesto, no perdieron la oportunidad de subirse al carro ni los separatistas catalanes, a quienes Delgado ofrendó una supuesta «operación Cataluña» como si ella misma ya la hubiera investigado, instruido, juzgado y sentenciado; ni Bildu, que aprovechó para pedir la disolución de la Audiencia Nacional, ni, por supuesto «Podemos», que recibió con placer la aparente confirmación de la Notaria Mayor del Reino a sus pintorescas teorías conspiratorias. No. La ministra Delgado podía defender su posición, por más insostenible que nos parezca, ya fuera con el ataque bajo a la oposición en la figura del ex ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, que nada tenía que ver con Villarejo en 2009, cuando el policías se relacionaba con la hoy ministra y con el exjuez Baltasar Garzón; o con la simple negación de los hechos, pero es indignante que con sus intervenciones haya convertido a un policía presuntamente corrupto, con una trayectoria de cuatro décadas de irregularidades de baja estofa, más o menos sospechadas, tanto en sus etapas de funcionario como en los períodos en que trabajó de detective privado, en un paradigma del Doctor No jamesbondiano, empeñado en subvertir una de las democracias más avanzadas de Europa. No fue, sin embargo, éste el único error que cometió la ministra al excusarse. Tal vez en un lapsus de memoria, Dolores Delgado describió con crudos tintes la actividad chantajista del comisario Villarejo, olvidando que, en las grabaciones hechas públicas, ella misma consideró de «éxito seguro», en expresión textual, el sistema prostibulario del que presumía Villarejo para obtener informaciones comprometedoras. Ella misma, una fiscal del Estado, convenía en que era muy fácil «que un hombre babee», cuando el comisario en cuestión le describía con pelos y señales cómo grandes empresarios cometían graves indiscreciones con sus prostitutas. Sólo las extraordinarias circunstancias de un Gobierno como el de Pedro Sánchez, abrasado por todos sus flancos y con dos ministros dimisionarios, explica que Dolores Delgado –reprobada por el Congreso y el Senado– aún se mantenga en el cargo. En definitiva, su comparecencia no sólo demuestra el enrocamiento del Ejecutivo en el poder, sino una preocupante pérdida del sentido de la realidad y, como hemos señalado antes, de las proporciones. Escuchándola, parecía que sólo desde su advenimiento al cargo, la Justicia española había recuperado su legitimidad. No es de extrañar que entre la magistratura se extienda el rechazo a quien tanto descrédito ha traído al prestigio de los tribunales.