Eutanasia

La banalización del suicidio

La Razón
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No hay nada innovador ni progresista –en el sentido positivo del término–, en la legalización del suicidio asistido. Por el contrario, se trata de un salto ideológico, fruto de la nueva ingenieria social que algunos denominan cultura de la muerte, que, en el summum de la perversión moral, transfiere al enfermo que sufre, al hombre que se abisma ante la única certeza inevitable, la responsabilidad de decidir. Así, la eutanasia, tal y como explica desde la bioética el profesor José Miguel Serrano, diluye el concepto mismo de la medicina y clasifica las vidas en indignas de ser vividas. En definitiva, la muerte, en manos del médico, como, en expresión certera del periodista científico Jorge Alcalde, un mero acto civil. Y no conviene engañarse. Más que un medio, que se presenta como la última libertad, la eutanasia se convierte en un fin en sí misma. La experiencia de Holanda, uno de los primeros países en legalizarla, demuestra cómo el concepto de la muerte compasiva evoluciona hacia la mera voluntariedad del individuo, no necesariamente en fase terminal. En efecto, si en el año 2000 se sometieron a la eutanasia en los Países Bajos 1.882 personas, en 2016 fueron 6.091, el 4 por ciento de todos los fallecimientos registrados en el país. Año tras año se amplía la panoplia de supuestos: cáncer y Parkinsón, sí, pero ese mismo año ya hubo 60 suicidios asistidos en enfermos psiquiátricos, algunos menores de 30 años. Y los comités médicos aprueban solicitudes por demencia en fase inicial, afecciones de la edad, así, en general, o alcoholismo crónico. El último paso, la contemplación del suicidio como un derecho más, ya se ha dado en Suiza. En España, la legalización de la eutanasia ha sido una de las banderas ideológicas de la izquierda, del PSOE, concretamente, más enarbolada a medida que la socialdemocracia ha ido perdiendo sus señas de identidad. Si en las primeras propuestas, hechas siempre cuando el partido socialista estaba en la oposición, podía detectarse el electoralismo fácil de una supuesta confrontación con la Iglesia, la toma en consideración de la ley de eutanasia por el Parlamento supone un paso grave en un asunto, además, que ni tiene suficiente consenso social ni responde a una demanda real ni es solución alguna para un problema tan complejo y sensible como es la asistencia sanitaria en situación de enfermedades terminales. Es más, el rechazo a la eutanasia no tiene que ver sólo con posiciones religiosas o morales, sino que es transversal, como demostraron las encuestas de opinión a los impulsores del anterior proyecto socialista, con unos sondeos en los que los votantes de izquierda registraban mayores índices de oposición. El proyecto parte, en suma, de una falacia de larga data, vestida por sus partidarios desde el supuesto derecho a una «muerte digna» que obvia lo esencial: que la dignidad es intrínseca al ser humano desde su concepción hasta su final. Que no hay, pues, muertes que se puedan considerar indignas, ni vidas, en cualquiera de sus estadios, que puedan admitir ese calificativo. Hay, cierto, momentos de sufrimiento, que las sociedades hedonistas, refractarias al dolor y puramente finalistas, tienden a rechazar, tal vez, porque nos colocan ante el espejo de nuestra condición mortal. Hay, en fin, quien considera el utilitarismo como el único baremo. Pero nada de ello significa progreso o conquista de nuevas libertades. La sociedad española, que rechaza el ancarnizamiento terapéutico, no demanda comités de la muerte, sino mayores inversiones en cuidados paliativos. Pero si el Gobierno socialista, condicionado por su exigua representación parlamentaria, sólo puede ofrecernos la banalización del suicidio, la exacerbación de la confrontación social y la elefantiasis estatal, mejor haría su presidente, Pedro Sánchez, en convocar nuevas elecciones.