Gobierno de España

La cumbre de la indignidad

Hasta minutos antes de empezar la reunión entre Pedro Sánchez y Joaquim Torra en Barcelona y sus respectivos vicepresidentes y un ministro y consejero, las dos delegaciones no se ponían de acuerdo sobre cuál debería ser el «formato» del encuentro. Incluso una vez terminado tampoco se sabía a ciencia cierta qué «formato» se había aplicado. Un caos impropio de una administración experimentada invadió el Palacio de Pedralbes, lugar «neutral» para la cita: a estas alturas, el Palau de la Generalitat ya es una institución partidista. Debería ser de capital importancia para las estrategias de comunicación de Barcelona y Madrid –en estricta jerga diplomática– aparentar lo que no es: una cumbre entre dos estados, para los primeros, y no dar pistas de lo que realmente ha sido, para los segundos. Es decir, el Gobierno de la nación dialogando «de todo» con el gobierno autonómico –presentándose ahora como un «mini Estado»– que protagonizó un golpe contra la legalidad democrática. Y cuando se dice «de todo», se incluyen los puntos del programa de máximos del independentismo, que pasa por romper a España y liquidar la Monarquía parlamentaria. Claro que hay que dialogar, hasta con el diablo si te tiene cogido por el cuello, pero no más allá. Muy lejos no se puede ir cuando los nacionalistas no han admitido el grave error de declarar unilateralmente la independencia de un territorio de España, lo que obliga, aquí y en cualquier democracia a que se tenga en estima, a emprender un proceso judicial contra los instigadores, ni tampoco ha habido el menor gesto de contrición por parte, por ejemplo, del más dialogante de todos, Oriol Junqueras, pese al ardor que demostró en aquellos tristes días empujando a Cataluña hacia el abismo. Esa debería haber sido la primera condición que Sánchez tendría que haber exigido para sentarse en la misma mesa con Torra, un instigador de la violencia en Cataluña, como señal de que la crisis se está encauzando por la única vía posible. Pero cuando se habla de diálogo hay una regla de oro que Adolfo Suárez convirtió en axioma: no se debe pedir ni se puede ofrecer lo que no se puede dar. Y lo que puede pedir Torra no se lo puede dar Sánchez, ni la osadía de éste le puede llevar a ofrecérselo, aunque nunca se sabe. ¿Puede, por lo tanto, este encuentro con momentos de comedia de enredo abrir una vía de solución al llamado «conflicto catalán»? Nos tememos que no, si lo tratado en el encuentro se ha producido dentro de los cauces marcados por la Constitución. Ya sabemos que el independentismo da por muerta la Carta Magna. Mientras al frente de la Generalitat y del nacionalismo catalán esté su fracción más irredenta y radical será difícil reconducir la situación. ¿Normalidad? Con todo el independentismo movilizado en la calle para impedir la celebración de un Consejo de Ministros en Barcelona es difícil hablar de normalidad. ¿Puede hablarse de normalidad cuando el Parlament no ha aprobado ni una sola ley en esta legislatura, centrado exclusivamente en el «proceso»? Lo único que puede contabilizarse de la reunión de ayer es que Sánchez ha conseguido el apoyo de los independentistas para aprobar el techo de gasto, condición necesaria para prolongar su estancia en la Moncloa. Y algo más: ha conseguido partir por la mitad el bloque constitucional y dejar como si fueran fuerzas marginales al PP y Ciudadanos que, al final, se han convertido, según el relato de Sánchez que tan gustosamente le ha comprado Torra, en los culpables de la radicalización del «proceso». El presidente del Gobierno ha degradado el cargo que representa y sitúa a las instituciones del Estado a la altura de quienes atentaron contra el Estatuto y la Constitución. Ha sido, en definitiva, la cumbre de la indignidad.