Historia

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Una historia común para España

La Razón
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El espíritu de reconciliación que guió la Transición parecía no servir a los que reclamaban una revisión de la Guerra Civil y el franquismo. Precisamente la consolidación de la democracia en España permitió que se abriera un debate apasionado –con más pasión que razón– sobre la «memoria histórica», un concepto que no solía emplearse y cuya versatilidad abría las puertas a dar validez –y rango de ley si fuese el caso– a los testimonios y vivencias personales que no habían sido reconocidos por la historiografía. En la exposición de motivos de la Ley de la Memoria Histórica impulsada por Rodríguez Zapatero (26 de diciembre de 2007) se habla de que «los diversos aspectos relacionados con la memoria personal y familiar, especialmente cuando se han visto afectados por conflictos de carácter público, forman parte del estatuto jurídico de la ciudadanía democrática, y como tales son abordados en el texto». Pronto esta norma empezó a mostrar su desequilibrio ideológico: el uso político de la historia y considerar que sólo un bando –siempre la izquierda– había sufrido los desmanes de la guerra –siempre provocados por la derecha. En la misma exposición de motivos se abunda en esa imprecisa idea: «Cerrar heridas todavía abiertas en los españoles y a dar satisfacción a los ciudadanos que sufrieron, directamente o en la persona de sus familiares, las consecuencias de la Guerra Civil o de la represión de la dictadura». Sin embargo, en ninguna parte del articulado se abría la puerta a que había víctimas y verdugos a ambos lados, incluso verdugos que luego fueron víctimas. En cuatro años de aplicación bajo el gobierno socialista no se avanzó mucho en su desarrollo, ni posteriormente con el PP, lo que evidenciaba que antes que una Ley de Memoria Histórica era necesario una historia común de España, que no esté dividida en bandos ideológicos o compartimentada por territorios históricos administrado por nacionalistas. Más importante que la creación de la Dirección General de la Memoria Democrática, como así está previsto, es la comprensión de que la Guerra Civil fue un conflicto político desgarrador en un momento en el que Europa se debatía entre dos formas de totalitarismo. El PSOE presentó en el Congreso el pasado 6 de diciembre de 2017, estando todavía en la oposición, una propuesta de reforma de la Ley de 2007, que no salió adelante, aunque ahora podría aprobarse con la ayuda de los socios que apoyaron la moción de censura. Una de las propuestas es anular todos los juicios del franquismo, lo que abriría reclamaciones de patrimonio. De ser así, la memoria histórica entraría en bucle, es decir, no cumpliría su función de curar heridas, sino hurgar ad náuseam en ellas con finalidad política, que, a la postre, parece ser el único espacio de confrontación ideológica que queda. No es casual que uno de cada tres plenos (14 de 47) del Ayuntamiento de Madrid se hayan dedicado al capítulo de la memoria histórica. Sin embargo, a pesar de estos intensos debates sobre quién fue más responsable del origen de la guerra, es imposible que se apruebe un monumento común para todas las víctimas, mientras Manuela Carmena quiera erigirlo para 3.000 fusilados en Madrid entre 1939 y 1944, siendo alguna de las víctimas ellas mismas miembros de las terribles «chekas». Por lo tanto, hay que actuar con rigor, sin sectarismo y con sensibilidad. Si la Ley de 2007 resultó inoperante fue porque era ideológicamente sectaria. Sobre la exhumación de los restos de Francisco Franco hay que evitar utilizarlo como munición para el enfrentamiento. Todo puede ser más sencillo si cuenta con la aquiescencia de la Iglesia y de la familia, como así parece. Franco no puede ser, 43 años después de su muerte, un motivo de disputa entre españoles.